miércoles, 11 de julio de 2012

Las mil y una Noche: "Alí Baba y los cuarenta ladrones"


Otra versión: Historia de Ali Baba y de los cuarenta ladrones, exterminados por una esclava
En los confines del reino de Persia vivían dos hermanos: Cassim y Alí-Baba. El primero se hizo un acaudalado comerciante, pero el segundo vivía en una casita miserable practicando el oficio de leñador.
Estando este último en el bosque vio venir una gran polvareda levantada por un tropel de cuarenta ladrones. El jefe de la cuadrilla, bien ajeno a que le observaba el leñador desde lo alto de un árbol, se llegó al talud de la tajada roca frontera, donde no había ni la menor señal de puerta alguna, y, pronunciando las misteriosas palabras de “¡abrete, sésamo!”, al punto giró una roca sobre sus visibles goznes, dejando pasar adentro toda la cuadrilla y cerrándose silenciosamente después, sin que al exterior se advirtiese la menor señal de juntura alguna.
Largo rato permanecieron dentro los ladrones. Luego salieron todos a continuar sus fechorías, y así que se hubieron alejado hasta perderse de vista, Alí-Baba se acercó a la misteriosa roca, que se había cerrado tras el capitán al conjuro de “¡ciérrate, sésamo!”, y pronunciando el “¡ábrete, sésamo!” consabido, tuvo la osadía de meterse dentro, hallando un admirable subterráneo que de muy arriba recibía la luz y lleno de toda clase de riquezas fabulosas en oro, plata y pedrería, de las que el buen Alí hizo enorme provisión, que cargó sobre su jumento, tornando alegre el camino de la ciudad, donde su mujer le aguardaba ansiosa, bien ajena a la fortuna que así se le entraba por las puertas.
Como las monedas de oro robadas por Alí a los ladrones eran tantas, los consortes renunciaron a contarlas, prefiriendo el medirlas como el trigo, valiéndose de una medida que una vecina, su cuñada, la esposa de Cassim, les prestó. La vecina, llena de curiosidad por averiguar qué clase de cereales podría tener que medir un matrimonio tan miserable, tuvo la astucia de untar con sebo el fondo de la medida, advirtiendo con asombro, cuando ésta le fue devuelta, que llevaba adherida en su fondo una monedita de oro. Grandísima fue la envidia y la desesperación de Cassim, el envidioso hermano de Alí, cuando supo por su mujer que su hermano y su cuñada no sólo contaban el oro, sino que le medían como trigo, fuese, pues, inmediatamente a casa de Alí, donde, por desprecio hacia su pobreza, no había puesto los pies años hacía; y le conminó a que no ya le diese parte de su tesoro, sino que le enseñase el modo mejor de ir él, por sí propio, a ver de dónde lo había tomado, bajo la amenaza, si no lo hacía, de dar parte del hecho a la justicia.


El desgraciado Alí, ante tales amenazas, se vio precisado a ceder y a revelar a Cassim el modo que había de tener para penetrar en el escondrijo de los ladrones. No necesitó más el envidioso hermano para ir al día siguiente, antes de amanecer, con diez fuertes mulos afín de cargarlos con el oro y joyas que halló en el inagotable tesoro del subterráneo, mediante la consabida fórmula mágica de “¡ábrete, sésamo!”, que el malvado acertó a pronunciar al entrar, pero que olvidó lamentablemente al salir, por lo cual quedó encerrado dentro de la cripta y sin posibilidad de escapar por parte alguna, con lo que no hay que añadir que cayó bajo la venganza de los ladrones, quienes, creyéndole el único despojador de sus bienes, no tardaron en quitarle la vida, descuartizándole y poniendo sus destrozados miembros detrás de la puerta por si llegaba alguno, poseedor de la palabra secreta con la que se abría, cosa, después de todo, que ellos no acertaban a concebir fuese posible.
Entre tanto, Alí, que aquel día no se había atrevido a perturbar a su codicioso hermano en la faena que presumía iba a realizar, fue al día siguiente a la cueva, encontrándose, horrorizado, con el destrozado cuerpo de su hermano, que se apresuró a recoger y ocultar entre su carga de leña, dándole a la viuda la noticia fatal y ofreciéndola, en cambio, para consolarla y que todo aquel secreto se quedase entre ellos, tomarla como segunda mujer con la aquiescencia de la suya propia. La viuda de Cassim, en medio de su desconsuelo, y comprendiendo que era el partido más acertado que había que tomar, auxiliada por su criada Margiana, cuya astucia no conocía límites, se dio trazas a fingir que su marido había muerto de muerte natural y en su lecho, dándole piadosa sepultura y casándose de allí a varios meses con su cuñado Alí, como éste le había propuesto. Nadie en la ciudad llegó a percatarse de lo que efectivamente había acaecido, y Alí, con sus dos esposas, vivió feliz a costa de su tesoro.
En cuanto a los ladrones, al cabo de mucho tiempo, volvieron al subterráneo de su escondite, sorprendiéndose grandemente de no hallar los restos del cadáver de Cassim, y más al notar que habían disminuido de un modo alarmante sus sacos de oro, por lo que no dudaron ya de que alguien más conocía su secreto, y a quien era de todo punto necesario el exterminar.
Al efecto, los cuarenta ladrones celebraron consejo, acordando que uno de ellos, convenientemente disfrazado, averiguase en la ciudad vecina cuál era la casa del presunto despojador de los tesoros del subterráneo.


En efecto, uno de los ladrones, que tomó a su cargo la difícil empresa, averiguó bien pronto lo que buscaba, es a saber: que tropezó en las mismas puertas de la ciudad con el zapatero remendón y borracho que había cosido convenientemente antaño los descuartizados restos de Cassim para que su viuda pudiese llevar a cabo su farsa relativa a la supuesta muerte natural de este último. Aunque el pícaro zapatero había sido llevado a la casa con los ojos vendados, se dio trazas por tanteos a encontrar la casa, mediante algunas monedas de oro que le diera el ladrón, y éste, una vez así informado, cuidó de señalar con tiza la puerta de dicha casa para poder caer sobre ella en tiempo oportuno con toda su cuadrilla tenebrosa.
Pero el malvado no contaba con la proverbial astucia de Margiana, quien, extrañándose al otro día al ver así señalada su puerta, por si ello pudiese significar algún siniestro propósito, como así era en efecto, al punto hizo una porción de señales idénticas en todas las casas de la vecindad, por lo que al llegar al día siguiente la cuadrilla no pudo acertar con la casa de Alí-Baba. El ladrón-guía fue muerto por los suyos.
No tardaron, sin embargo los ladrones de intentar segunda vez la aventura como la vez anterior; pero Margiana con su vigilancia les frustro de nuevo su perverso intento. Entonces el capitán, exasperado, decidió dar el golpe de gracia yendo él en persona, e informándose por sí mismo del sitio como los otros, pero sin hacer señal alguna, y una vez que vió podía irse a ella sin titubear, discurrió de comprar treinta y ocho grandes cueros de los que sirven para el envase del aceite, metiendo en cada uno a uno de los ladrones de su cuadrilla, salvo en el último, que llenó de aceite, y, fingiéndose vendedor de este caldo, pidió y obtuvo hospitalidad en la casa de Alí-Baba, bien ajeno éste a lo que contra él tramaba el fingido vendedor.


La noche pasó tranquila en medio de los leales obsequios con los que Alí-Baba agasajó a su huésped; pero la suspicaz Margiana, siempre alerta y desconfiando por instinto del viajero, no le perdía de vista. El convenio de los ladrones, por su parte, era el romper simultáneamente con sus cuchillos los cueros y lanzarse todos contra los descuidados moradores así que el capitán diese la señal del ataque tirando unas piedrezuelas sobre los cueros.
Hay siempre un algo inexplicable que vela sobre el inocente contra los siniestros planes del malvado, y así sucedió en la presente ocasión, pues que, como Alí-Baba había anunciado a Margiana su propósito de ir al otro día muy de mañana al hammam, ésta se levantó de noche aún a prepararle una taza de caldo para el regreso, y como se le apagase el candil por falta de aceite, fuese a uno de los cueros para obtenerle, escuchando, con asombro, en el interior de cuero una voz de hombre que muy quedito decía: “¿Qué, es ya tiempo?”; con lo que no necesitó más la serena mujer para percatarse de lo que se trataba, por lo que, sin gritar, ni darse siquiera por enterada, llenó una caldera grande con el aceite del último cuero, y, una vez que le hizo hervir, fué echándole uno a uno sobre los ladrones, dándoles la más horrible y merecida de las muertes. En cuanto al capitán de los bandidos, así que se llegó luego a los cueros para dar la señal y se percató de la catástrofe, escapó solo al monte, sin que pudiera detenérsele.
Cuando Alí-Baba, al levantarse, se enteró del heroísmo de Margiana, al que todos debían la vida, no halló medio mejor de recompensarla que el de darle la libertad, después que hubieron enterrado secretamente en una zanja del jardín los cadáveres de los bandidos.
El fugitivo capitán, por su parte, aunque se veía solo, después de la muerte de todos los de su cuadrilla, no cejaba en sus deseos de venganza, además de irle en ello su futura seguridad; así que, de allí a algún tiempo, se presentó de nuevo en la ciudad, disfrazado de rico mercader de telas, trabando amistad con el hijo de Alí-Baba, quien acabó un día por invitarle a cenar en su casa, que era la que aquél deseaba para darles de puñaladas una vez que se hubiesen embriagado. La vigilante Margiana, extrañada de que el huésped, no comiese sal (lo que implicaba, al tenor del uso oriental, que no quería sellar con la toma de la sal el pacto de amistad con los que de allí a un instante trataba de asesinar), se trazó su plan, y con heroísmo singular lo cumplió en el momento preciso; es a saber: a los postres del convite, cuando bailó ante los comensales “la danza del puñal”, danza ejecutada tan a lo vivo que, con el natural espanto del padre y del hijo, rindió a sus pies, traspasado de parte a parte, al inanimado cuerpo del bandido, en el que, mirándole despacio, acabaron reconociendo al aceitero de marras.
No hay para qué pintar el asombro, la admiración y la gratitud de Alí-Baba hacia Margiana, a quien recompensó, como era justo, nada menos que con la mano de su hijo, a quien hizo muy feliz durante largos años, tanto más cuanto que, libre ya de bandidos el escondite cuyo secreto nadie sino los tres conocían, pudieron disfrutar espléndidamente de su tesoro, haciendo de él el mejor uso como hombres discretos y temerosos del Señor.


* * *
El conjunto del cuento que precede nos muestra un subterráneo aladinesco, pero con la variante preciosa de que su rocosa puerta se abre al conjuro mágico de la palabra “sésamo”, y lo primero que se ocurre a cualquiera, por tanto, es el preguntar qué puede significar en sí la tal palabra.
En el lenguaje simbólico oriental siempre se ha considerado al sistema nervioso consciente o cerebro-espinal cual un loto de mil pétalos, a sea como un verdadero “sésamo”. El ¡“abrete, sésamo”!, pues, no significa otra cosa que el mágico poder del pensamiento o de la imaginación creadora, y de aquí que la consabida frase no sea en el fondo sino el dominio absoluto que la ciencia bien dirigida del candidato ejerce sobre todos los misterios de lo oculto al tenor del aforismo de que la magia de hoy no es sino la ciencia del mañana. Por eso también al héroe se le llama Alí-bad, o “bab”, el señor, el “dominador”.
Con el dominio del secreto del subterráneo por el héroe viene también la eterna debilidad de la indiscreción o “violación del secreto iniciático”, que pone en peligro la vida de aquél, a no ser por la salvadora intervención de la esclava-hada Margiana, la de las astutas trazas, o sea de la Intuición, facultad la más excelsa de las tres de la mente, dotada como Margiana de un verdadero don de adivinación o de “doble vista”. La lucha entre los poderes de ésta y las “astucias astrales de los ladrones” constituye a bien decir la trama entera del cuento en cuya escena de los cueros la crítica acaso puede ver un precedente a otra análoga del Asno de Oro, de Apuleyo.
Pero el “poder de la mente” no es para ejercitado por todos, y de aquí el que, cuando el envidioso Cassin quiere, a su vez, intentar la aventura, yerra en el empleo de la palabra mágica, quedando preso en el subterráneo, donde es muerto por los ladrones.

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