viernes, 20 de mayo de 2011

COMENTARIO CRÍTICO A LA OBRA DE GABRIELA MISTRAL





Extraño caso, no sólo en nuestra tierra, sino en la historia de la literatura universal, el de esta mujer que no nació en cuna extraordinaria y, sin embargo, antes de publicar su primer libro, tiene por todos los países de su lengua mayor gloria hasta que algunos autores clásicos.
Su obra ya no puede juzgarse: es ella la que divide y clasifica. Los que la admiran son "personas que la entienden", quienes la niegan "personas que no la entienden". Y si alguien quiere situarse en un punto medio, poner reparos, hacer distingos, de uno y otro lado lo mirarán con desconfianza.

Dejemos, pues, limitarnos a referir algo de su historia para que sirva más tarde a los críticos y anotar algunas observaciones al margen.

Los escritores profesionales desconfían sistemáticamente de los concursos y certámenes literarios; sin embargo, de uno celebrado cien años atrás salió Edgar Poe, camino de la fama, y de otro que tuvo lugar, no ha mucho en Santiago, surgió la autora de Los Sonetos de la Muerte.  Dicen que Poe llamó la atención por su magnífica letra, y que los jurados santiaguinos premiaron a Gabriela Mistral "in extremis" sin saber lo que hacían, por no declarar desiertos los Juegos Florales y fracasada la fiesta. Mejor: significaría que hay un genio protector de los concursos artísticos, un espíritu que "sopla donde quiere"...

Antigua maestra rural, totalmente ignorada, la señorita Lucila Godoy enseñaba por entonces Gramática Castellana e Historia de la Edad Media en el Liceo de los Andes, y un rumor de leyenda refiere que no se presentó en el teatro a leer sus estrofas, porque no tenía cómo hacerlo en forma digna, y que habría presenciado su triunfo desde las galerías populares.

Dejemos a la tradición su poesía, más verdadera a veces que la realidad.

La "flor natural" atrajo sobre ella las miradas y todos sintieron curiosidad por esa mujer obscura, de personalidad fuerte y áspera, encina bravía que ocultaba celdillas de miel silvestre bajo la corteza. Le escribían cartas y ella contestaba en papel de oficio, con una letra enorme y palabras vehementes. Las revistas estudiantiles pedíanle versos: ella no tenía ningún inconveniente en darlos. Amigos de otros tiempos, interrogados por recientes admiradores, recordaban que, en sus principios, leía mucho y hasta imitaba un poco a Vargas Vila, a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez; contaban sus luchas pedagógicas, su heroísmo para estudiar sola, contra un ambiente mezquino y hostil, en medio de pobrezas amargas; y de boca en boca corría la historia de su amor, el único y trágico. Aquel suicida era la sombra envenenada que la hacía cantar, la obsesión que le arrancaba del pecho esos gritos pasionales, ese ruego insistente, ese sollozo estremecedor.

Poco a poco su dolor fue ganando los corazones, y la figura de Gabriela Mistral tomaba relieve de medalla.

Decían:

- Es la primera poetisa chilena.
Altos personajes se interesaron por su suerte y de Los Andes pasó a Punta Arenas, como directora de Liceo, de allí a Temuco y en seguida a la capital: grande educadora, maestra por derecho divino, las resistencias oficiales y extraoficiales caían delante de su mérito indiscutible.

Extendíase en tanto, prodigiosamente, su fama literaria, salía al extranjero, era admirada hasta donde el nombre de Chile apenas se pronuncia, y la humilde maestra daba lustre al país.

Algunos se crearon fama atacándola.

La torpeza de la diatriba la hirió profundamente: ella no pretendía nada, no había publicado siquiera un volumen, como el más modesto principiante. ¿Por qué injuriarla? En esta circunstancia debemos ver uno de los obstáculos que puso, con demasiada obstinación, para publicar su libro.

Pero se ha dicho: "el que se humilla será ensalzado"... y el renombre que tantos persiguen larga, costosa e inútilmente iba a buscarla a ella en su retiro; hombres de otro hemisferio se enamoraron de sus estrofas y consiguieron su autorización para imprimirlas; por eso esta Desolación, el acontecimiento más importante de nuestra literatura, apareció editado primero en Estados Unidos, bajo los auspicios del Instituto de las Españas.

En seguida vino el llamado de México, sucediéronse las manifestaciones públicas, con asistencia del Gobierno y, cuando Lucila Godoy partió, la multitud se apretaba en la estación para verla, centenares de niñas cantaron sus versos y, entre aclamaciones a su nombre, pasó ella, de abrazo en abrazo, siempre vestida de "saya parda", austera la cabeza, confusa la expresión.

Ahora la Casa Editorial Nascimento ha reproducido Desolación esmeradamente corregida y aumentada con veinte y tantas composiciones nuevas, algunas inéditas.

Es un libro de 360 páginas, dividido en siete partes: Vida, La Escuela, Infantiles, Dolor, Naturaleza, Prosa, Prosa Escolar y Cuentos.

En nuestra fantasía vemos otra clasificación.

Una casa se incendia y las llamas suben sobre los tejados, echa al cielo humareda negra, blanquecina o rosa, crepitan las maderas, caen al suelo paños de murallas, dejando ver el interior de horno y todos los matices del fuego; allí una puerta indemne todavía, allá un trozo de ventana blanco, incandescente, pilastras negras, como calcinadas, montones de ceniza cálida y tras una alfombra ardiente, árboles y flores que por milagro parecen haberse librado, se iluminan trágicamente junto a la hoguera.

He ahí el panorama del libro.

La inspiración no lo ha penetrado todo de manera uniforme y tiene zonas difíciles.

Los que confunden la crítica con la censura sistemática, los que buscan la pequeña mancha del cristal, desdeñando el paisaje que transparenta, encontrarán amplio campo donde lucir sus pequeñas habilidades. Podrán tacharla de obscura y retorcida, porque no siempre Gabriela Mistral logra aclarar su pensamiento y a veces sus lágrimas corren turbias. No es una exquisita, y desdeña, demasiado tal vez, los preceptos de la Retórica. Ella se llama a sí misma "bárbara" y sus predilecciones van hacia la Biblia, y dentro de la Biblia, el Antiguo Testamento, y dentro del Antiguo Testamento, el Libro de Job, no acepta en la literatura moderna el ejemplo de Francia, heredera de Grecia, sino la novela rusa, enorme y algo caótica, la complicación de las escuelas agrupadas en torno de Darío y las vaguedades panteísticas de Rabindranath Tagore y sus secuaces, más o menos teosóficos. No tiene seguro el gusto, como no lo tenían Shakespeare ni Víctor Hugo, y cuando retoca suele desmejorar su forma.

Para apreciarla, es necesario impregnarse en su atmósfera propia, no esperar de ella sino lo que puede dar, saber sus límites y no querer traspasarlos.

Hebrea de corazón, tal vez de raza - dejamos el problema a los etnólogos e investigadores- el genio bíblico traza su círculo en torno a Gabriela Mistral y la define.

Su acorde íntimo y profundo, lo que llamaríamos la nota tónica de su personalidad, es un canto de amor exasperado al borde de un sepulcro.

Ahí está ella.



Hablará con ternura delicada de los niños, les compondrá rondas ágiles, tratará de sonreírles para que no tengan temor; palabras más suaves, como en la fábula del Lobo y la Caperucita Roja, se siente la garra de la fiera y uno experimenta el temor de que espante de súbito a sus criaturas infantiles con algún rugido.

Irá hacia la Naturaleza en busca de apaciguamiento, y sabrá traducir por momentos la armonía universal; cuando la dicha la visite hablará de paz, de reconciliación, y apegada al oído de Cristo de una dulzura sencilla, aclarada en, la fuente evangélica.

Inventará símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos un prestigio antiguo, dejará el verso para ser más simple y rosa los lindes mismos de la perfección artística.
Pero todo eso no es ella.

La fuerza de Gabriela Mistral está en su sentimiento del muerte, esos dos polos de la especie humana.

¡Cómo ama al suicida!  Pone a contribución al mundo entero nombres, lo llama, le habla, lo increpa, se alegra bajo tierra, porque allá "nadie irá a disputarle su huesos", desnudase de todos los pudores para gritarle su pasión, lo sigue a través de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació, pide para él la muerte, y la obtiene, y pregunta si nunca, nunca más volverá de los astros, ni en la fontana trémula, lóbrega y quiere “¡oh!”, volverlo a ver, no importa dónde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno a su cuello ensangrentado!".

Es de él "como la casa que arde es  del fuego" y nadie ha tenido acentos como los suyos para decir el espantoso tormento del amor, para gemir sus delirios, su éxtasis, su desmayo y llevarlo con voluptuosidad salvaje hasta los brazos de la muerte. ¿Qué voz rogará al oído divino como su plegaria?  Las palabras se atropellan, las imágenes se suceden y confunden, forman una masa palpitante de ternuras y de lágrimas... "mi vaso de frescura, el panal de mi boca, cal de mis huesos, dulce razón de la jornada, gorjeo de mi vida, ceñidor de mi veste..." y luego ¡qué síntesis suprema del amor!... “amar bien sabes de eso, es amargo ejercicio - un mantener los párpados de lágrimas mojados - un refrescar de besos las trenzas del cilicio conservando bajo ellas los ojos extasiadas... El hierro que taladra tiene un gustoso frío - cuando abre cual gavillas las carnes amorosas- y la cruz. ¡Tú te acuerdas, oh Rey de los judíos!-. se lleva con blandura como un gajo de rosas...".

Quiere forzar la misericordia divina, no se apartará de los pies del Creador, mientras no le haya dicho "la palabra que espero", allí estará "con la cara caída sobre el polvo, parlándole un crepúsculo entero - o todos los crepúsculos a que alcance la vida...” Fatigaré tu oído de preces y sollozos, lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto, y ni pueden huirme tus ojos amorosos ni . esquivar tu pie el riego caliente de mi llanto...”.

Agotada la humildad, vencida, quebrada ante el trono, levanta la cara y quiere seducir a Dios mismo; pobre, criatura, le ofrece los dones del mundo, la gratitud de la tierra, el deslumbramiento de las aguas y de las bestias, la comprensión del monte "que de piedra forjaste" y termina con esa ofrenda más allá de la cual ya no existe nada: "¡Toda la tierra tuya sabrá que perdonaste!".
"Un carcaj de flechas de acero, un cable de torsiones potentes, un trombón de bronce que rompe el aire con dos o tres notas agudas: he ahí el hebreo".

Los acentos de Gabriela Mistral que traspasarán el tiempo, no dan sino esas dos o tres notas agudas con que los profetas de la Biblia nos hablan todavía al corazón a través de las edades.

“Esta lengua no expresará ni un pensamiento filosófico ni una verdad científica, ni una duda, ni un sentimiento del infinito. Las letras de sus libros serán contadas; pero serán letras de fuego.  Dirá pocas cosas; pero martilleará sus palabras sobre un yunque".

Gabriela Mistral tiene una especie de horror a la duda y no conoce la ironía, la sonrisa ambigua del escéptico; salta de la carne al espíritu sin detenerse en los matices intermedios; su filosofía, cuando piensa, disuélvese en las imaginaciones de la anhelos misericordiosos de la legión tolstoyana.

El resplandor del incendio no ilumina con luz fija, no puede servir de lámpara a los sabios.

“Derramará torrentes de cólera,, gritos de rabia contra los abusos del mundo; llamará a los cuatro vientos del cielo al asalto de las ciudadelas del mal. Como el cuerno jubilar del Santuario, no servirá para usos profanos; jamás expresará la alegría innata de la conciencia ni la serenidad de la Naturaleza; pero convocará a guerra santa contra la injusticia y los llamados a los grandes panegira, tendrá acentos de fiesta y de terror, será el clarín de las neomenías y la trompeta del juicio".

En el fondo de la poesía de Gabriela Mistral, como en el sentimiento de toda alma exaltada, se toca la idea religiosa y se Dios. Ella le habla continuamente, lo llama, lo acaricia, se postra en su presencia y tiene para tratarlo familiaridades augustas y ternuras suavísimas. Su Dios es Jehová, de la Biblia, pero ha pasado por la fronda evangélica.  Apela en todo su amor, pone el perdón por encima de todos sus varía al infinito la expresión del mismo pensamiento.

Después de haber definido el. genio hebreo, Renan agrega: “Felizmente, Grecia compondrá un laúd de siete cuerdas para expresar las alegrías y las tristezas del. alma, un laúd que vibrará al unísono de todo lo humano, un grande órgano de mil tubos igual a las armonías de la vida. La Grecia conocerá todos los éxtasis, desde la danza en coro sobre las cimas del Taigeto hasta el banquete de Aspasia, desde la sonrisa de la austeridad del Pórtico, desde la canción de Anacreonte hasta el drama filosófico de Esquilo y los ensueños dialogados de Platón".

Y este contraste señala aún más los contornos de la figura Gabriela Mistral.

De las dos santas colinas que se alzan a la entrada de nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo, ella prefiere la montaña fulgurante y árida donde Moisés habló con Jehová, entre nubes y truenos; allí reconoce su patria de origen, y desde su cumbre mira con un poco de indiferencia la variedad griega, la sonrisa serena, la finura del razonamiento, el juego armonioso de las bellas formas y el sentido de la mesura, regulador supremo de las ideas y de los actos.

Es el último de los profetas hebreos.

Rubén Darío hizo resonar en nuestros bosques la flauta de Pan y persiguió a las ninfas que se bañan desnudas en los ríos; evocó elegancias refinadas, tuvo músicas leves y breves, insinuó matices fugaces y se enervó con la alegría exquisita y artificial.  Hijo de los árboles y de las flores, hombre de placer, sólo llegaba al dolor después de haber agotado los goces de la vida y se cubrió de cenizas la cabeza cuando ya el tiempo le había quitado su corona de rosas.

Gabriela Mistral adora al Dios único, hijo del desierto, al Dios vengador y terrible que abomina los pecados de la carne, Dios violento, inmensamente distante de su criatura, Dios solitario y resplandeciente.  En vano levanta y quiere echarle la túnica de Jesús; se siente detrás su sombra de espanto y en la plegaria insistente que le di rige, en sus arrebatos de amor por el recito, tiembla sordamente el miedo de su propia condenación. Se diría que sus ruegos piérdanse, sin hallar un, eco.

El nombre de su libro lo revela, Desolación.

Y la elección de las palabras dice constantemente su afán de intensidad. Todas las expresiones le parecen débiles, busca el vigor por sobre todas las cosas y se desespera de no hallarlo; retuerce el lenguaje, lo aprieta, lo atormenta, quiere imitar el fuego que oyeron los videntes de Israel y que ha quedado en las letras del Antiguo Testamento. No le importa eso, la energía, la máxima energía. Tiende la cuerda hasta romperlo y larga la flecha de acero con la loca idea de alcanzar hasta el corazón de la divinidad.

¿Cómo se detendría ella, la frenética, delante de las vallas gramaticales o lexicográficas? Se ríe de los códigos literarios, desentierra términos incomprensibles, usa verbos inauditos, y altera el significado de las expresiones habituales, es familiar y bárbara, dispareja y áspera, siempre en virtud de esa misma obsesión: la persecución de la intensidad.

Para pintar la obscuridad de la noche hablará de sus “betunes”, porque ese sustantivo está menos usado, menos gastado; dirá del suicida que no "untó" sus labios de preces y cuando nombre la herida de su recuerdo la llamará “socarradura larga que hace aullar".

Aún esas materialidades que tocan los dos extremos, lo grosero y lo sublime, pugnando por juntarlos, le parecen flácidas “laxas” -otro de sus términos- y en El Suplicio se queja de no poder lanzar su grito del pecho. "Tengo ha veinte años en la carne hundido - y es caliente el puñal - un verso enorme, un verso con cimeras - de pleamar... Las palabras caducas de los hombres – no  han el calor - de sus lenguas de fuego, de su oración... ¡Terrible don! ¡Socarradura larga -que hace aullar - El que vino a clavarlo en mis entrañas – tenga piedad!”.

Tocamos en esta confesión el origen de las nuevas escuelas. La sensación repetida cansa el nervio sensitivo, el sonido que se oye constantemente se hace habitual y deja de percibirse.  Necesítase una impresión diversa, de cualquier naturaleza. Y después del período clásico en que el lenguaje halla su equilibrio, vienen las épocas de decadencia; tras las notas justas y armoniosas, resuenan las desproporcionadas, disonantes.

La obra heroica consiste en alcanzar la novedad, en rechazar las viejas vestiduras y vestirse de ropajes intactos sin salirse del círculo en que se mueve nuestra comprensión y nuestro sentimiento; avanzar hasta más lejos por el camino que siguieron nuestros antepasados; juntar esos dos extremos que parecen contradictorios e inconciliables: lo antiguo y lo nuevo, lo sabido y lo ignorado, el pasado y el porvenir.

Allí está la dificultad del arte.

Gabriela Mistral no ha sido la primera en romper las tradiciones de la poesía castellana: halló el terreno preparado por toda una evolución que inició Rubén Darío; pero ha dado a su obra un sello que la distingue y que está en la fuerza bíblica, en e1 amor intenso y único, del cual derivan todos sus cantos, el cariño a los pequeñuelos y el sentimiento de la Naturaleza, el fervor religioso, los mismos intervalos de serenidad en que se siente el jadeo del cansancio y la languidez que dejan los espasmos. Su amor es el sol creador de mundos, la inmensa hoguera de donde saltan chispas y se derraman claridades, el que al quebrarse en las montañas y los árboles figura sombras monstruosas y tiende penumbras delicadas, llega a las cimas, baja a los abismos, entibia, calienta, incendia, ilumina y deslumbra, sirve de guía al caminante o lo extravía y lleva al borde mismo de los precipicios.

No saciada con la pasión terrena, sube constantemente hacia Dios, lo interroga, imagina la región misteriosa donde habitará el amado... " -Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, - las lunas de los, ojos albas y engrandecidas - hacia un ancla invisible las manos orientadas? ¿O tú llegas después que los hombres se han ido - y les bajas el párpado sobre el ojo cegado - acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido - y entrecruzas las manos sobre el pecho callado? Y otra cosa, Señor: - cuando se fuga el alma por la mojada puerta de las largas heridas - ¿entra en la zona tuya hendiendo el aire en calma o se oye un crepitar de alas enloquecidas? ¿Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo? ¿El éter es un campo de monstruos florecido? ¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuyo? ¿O lo gritan y sigue tu corazón dormido?".

Las almas tímidas, los corazones fríos, pondrán gesto de extrañeza ante arrebato semejante, dirán que rompe la armonía y la llamarán al orden, a la mesura, a la dignidad ; querrán cubrir con un velo suave las desnudeces de esos mármoles de Rodin o Miguel Angel que han encontrado el don de la palabra; pero el que alguna vez haya sentido el corazón la tempestad, el que haya amado, sufrido y soñado, e1 que haya entrevisto siquiera la impotencia de la voz humana para decir ese nudo que echan a la garganta el amor, el dolor y la muerte, experimentará con las estrofas de Gabriela Mistral la sensación de alivio del que estaba ahogándose y sale al aire respirable, del que iba solo y encuentra una compañía en el desierto, del que antes de morir ha divisado un rayo de la eternidad.

Dijo un español que en la República de Chile sólo nacían historiadores.  Y ellos le creyeron. Acaso era cierto.  Como los ríos que bajan de la montaña recogiendo a su paso todos los arroyos de los campos, nuestra raza no ha querido llegar al Océano, sino cuando hubo acumulado caudal de aguas bastantes para abrir ancho y profundo surco en medio de las olas del mar.

GABRIELA MISTRAL: PREMIO NOBEL A UNA MAESTRA RURAL

"Más querenciosa que Santa Teresa, menos vibrátil que Sor Juana, más seca y fija que la madre del Castillo, encarna en nuestro siglo la voz de la mujer hispanoamericana, llegando a recordarnos, en el centro de su madurez, la majestad de las incaicas Vírgenes del Sol y la pesadumbre de las madres bíblicas", dice Cintio Vitier de Gabriela Mistral, la gran poetisa chilena que viene al mundo el 7 de Abril de 1889 en Vicuña, pequeña ciudad del Valle de Elqui situada al norte de la República de Chile. Fueron sus padres don Jerónimo Godoy Villanueva y doña Petronila Alcayaga de Godoy, quienes le bautizaron con el nombre de Lucila.



Don Jerónimo era un hombre muy instruido, de aspecto imponente y maestro rural. Personaje un tanto pintoresco, muy solicitado entre las familias del Valle, a causa de su interesante conversación, sus versados conocimientos y sus infinitos recursos frente a toda circunstancia; era también poeta, a la manera de los gauchos argentinos, que cantan coplas improvisadas acompañandose de la guitarra. A veces se ausentaba de su casa por varios días sin decir nada, causando entre los suyos la consiguiente inquietud. Un día se marchó para no volver nunca más. Años más tarde Gabriela escribiría sobre su padre: "Mi recuerdo de él pudiese ser amargo por la ausencia, pero está lleno de admiración de muchas cosas suyas y de una ternura filial profunda."

La pequeña Lucila creció entre fértiles aledaños, entre campos y cerros con olor a tierra. Va a la escuela como cualquier niña de su edad. A los nueve años ocurre un incidente en su vida que la marcará indeleblemente. Una maestra la acusa injustamente de haber robado hojas de papel pertenecientes a la escuela. En un ataque de cólera, echa a Lucila de la clase, e incita a sus alumnos a que le tiren piedras e informa oficialmente que es una débil mental. Es en ese momento cuando Lucila intuye la crueldad humana, es allí cuando aprende con sus estudios primarios acerca del dolor, de la injusticia y cuando visiona los trágicos errores de que está lleno el mundo.
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La ausencia del padre determina en la familia de Lucila un largo periódo de estrechez económica, subsanado en gran parte por Emelina, su medio hermana, hija del primer matrimonio de su madre, quien con su modesto salario de maestra ayuda en gran parte para el sustento y supervivencia de la familia. Es ella también quien se convierte en la guía de su infancia y quien inculca en la futura poetisa su amor por la enseñanza. Pero según Carmen Conde en una conversación sostenida con la poetisa, ésta le confesó que en la escuela era muy mala estudiante y que su maestra, parienta de su madre, se la devolvió a la familia, diciéndoles que hicieran otra cosa con ella, pues no servía para el estudio. Pero también se negó a aprender labores caseras porque se decía: "En cuanto me vean que soy útil para la casa estoy perdida." Y se sentaba en un arca que había cerca de la cocina a soñar. Sea como sea, Lucila se convierte en maestra y empieza a ejercer su profesión en la escuela de Compañia Baja, pequeña población cercana a La Serena. Tiene quince años y lee sin descanso cuanto libro se le pone al alcance de su mano. Montaigne, Federico Mistral, Rabindranat Tagore, Rubén Darío, José María Vargas Vila, figuran entre sus lecturas predilectas de aquel periodo. Alguien la describe como una muchacha alta, delgada, de facciones agraciadas y bellos ojos verdes, con unas manos que parecían lirios.
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En 1905 ya colabora con sus primeros escritos en la Voz de Elqui, periódico de Vicuña, con prosas que para la época debieron parecer bastantes revolucionarias, aunque hoy aparecen como una ingenua expresión de su rebeldía juvenil y que sin embargo influyeron para que Lucila fuera rechazada en el instituto en que quiso iniciar sus estudios magisteriales para la enseñanza secundaria. Más, gracias a su caracter voluntariosos, realiza su aprendizaje ella sola con un extraordinario espíritu autodidacta, mientras que su vida cotidiana le va enseñando poco a poco la dura realidad a través de sus actividades de maestra.
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Un año más tarde se traslada a la Cantera para proseguir su magisterio y allí conoce a un joven empleado ferroviario llamado Romelio Urueta, con quien mantiene relaciones amorosas. Por causas que aparecen rodeadas de misterio, puesto que la poetisa jamás habló públicamente de ello, Romelio Urueta se suicida. La creencia general achaca a esta muerte conflictos amorosos, mas no precisamente por el amor a Lucila, sino presumiblemente por las veleidades de una cortesana con quien Urueta tenía también relaciones. Otros suponen que el suicidio se debió a deudas contraídas por el joven y otros aseguran que el hombre que se suicidó ( suicidio que conforma el trasfondo de su primer libro Desolación ) no había tenido con su autora más relación que el intercambio de unas cuantas tarjetas postales. Según Carmen Conde, amiga de Gabriela, ella escuchó de sus propios labios la confirmación de que en verdad era su novia, mas había otra mujer que también lo fue o en todo caso lo fue después. Incapaz de resistir la cercanía de esa otra mujer, se traslada a un pueblo más distante, desde el cual tenía sin embargo que venir todos los días a su aula, realizando una pequeña travesía en barco. "En este barco -cuenta la misma poetisa- él me esperaba siempre con las mismas palabras de antes, con las mismas locuras de antes. Yo que lo sabía en relaciones con la "otra", no quería escucharle; pero la tentación era terrible..." Una mañana la maestra encontró una invitación a la boda de Urueta, que se casaba con la otra. Lucila no vuelve más al barco para evitar encontrarse con él. Prefiere perder su empleo para no sufrir más su presencia que en cierto modo la humillaba, aunque él le decía que jamás se casaría con la otra. Quince días después de recibir la invitación y en la víspera de contraer matrimonio, Romelio Urueta se suicida. Es el 25 de noviembre de 1909. Este desgraciado suceso habría de despertar en ella una fuerza conmovedora cristalizando sentimientos que ya latían en su ser: la soledad y la desesperación, entremezcladas con la influencia de sus lecturas de D'Annunzio y José María Vargas Vila, cantor de la muerte uno, del erotismo el otro, que determinarán en Gabriela el estallido dramático que se advierte en su libro Desolación.
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Se traslada entonces a Barrancas, un pueblo cercano a Santiago, donde le fue posible regularizar su carrera y optar por los certificados del caso, que la acreditaban como profesora de enseñanza secundaria. En el liceo de Antofagasta, inicia esta nueva etapa de su vida. Es el año 1910. Sus versos comienzan a aparecer en importantes publicaciones de la prensa chilena y goza ya de cierto prestigio literario en el ámbito nacional. En su poesía se advierte el influjo de la Biblia, que después va a marcar hondas huellas en su creación, sobre todo en libros como Tala y Lagar. "Entre los 23 y los 35 años -escribe- yo me releí la Biblia muchas veces, pero bastante mediatizada con textos religiosos orientales opuestos a ella por un espíritu místico que rebana lo terrestre. Devoraba yo el Budismo a grandes sorbos; lo aspiraba con la misma avidez que el viento en mi montaña andina de esos años. Eso era para mí el Budismo, un aire frío, helado, que a la vez me excitaba y me enfriaba la vida interna; pero al regresar después de semanas de dieta budista a mi vieja Biblia de tapas resobadas, yo tenía que reconocer que en ella estaba, no más que en ella, el suelo seguro de mis pies de mujer."
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En 1912 enseña lenguaje y geografía en el liceo de Los Andes. Conoce a Pedro Aguirre Cerda, político de gran prestigio, quien le ayuda a progresar y a quien ella en agradecimiento dedica su libro Desolación. Sus poemas son publicados en la revista Elegancias, que dirige Rubén Darío en París, con quien la poetisa sostiene correspondencia en un tono de maestro a discípula: "Yo Rubén, soi una desconocida, yo, maestra, nunca pensé antes en hacer estas cosas que Ud., el mago de la Niña Rosa, me ha tentado i empujado a que haga" -le escribe- (sic). En el mes de marzo de 1913, aparece su poema "El Ángel Guardián" y en abril del mismo año su cuento "La Defensa de la Belleza". Lucila agradece así el gesto de Rubén Darío: "Lucila Godoy saluda muy afectuosa i respetuosamente al grande i caro Rubén i le agradece la publicación en Elegancias de su cuento i sus versos. Va algo inédito por si agrada i si acepta. Mis votos, poeta, por su salud y su perenne i maravilloso florecimiento espiritual. (Chile) Los Andes (Liceo de Niñas) 1913" (sic).
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Sigue trabajando en el liceo de Los Andes como profesora e inspectora general, pero su prestigio literario se afianza dentro del ámbito chileno, cuando decide participar en los Juegos Florales, un certamen poético que se celebraba anualmente en Santiago por iniciativa de la Sociedad de Escritores y Artistas de Chile. Envía tres poemas, que después incluirá en su libro Desolación. Como era necesario firmar con un seudónimo, la hasta ese momento Lucila Godoy Alcayaga escoge la mitad de los nombres de dos poetas que son sus ídolos: Dante Gabriel Rosetti y Federico Mistral. Al ganar los Juegos Florales el 22 de diciembre de 1914, nace literariamente Gabriela Mistral, suplantando a Lucila Godoy. Se cuenta que Gabriela no acudió a recibir la flor natural y la magnífica medalla de oro, que conformaban el premio, porque no tenía un traje apropiado para la ocasión y que presenció el triunfo desde la galería popular del teatro donde se celebraba el acto.
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Lo cierto es que la fama de Gabriela se amplía, y en 1919, después de diez años de soportar en su interior el sufrimiento de la pasión extraña y unilateral que todavía la conmovía, vuelve a la normalidad psíquica y asume un papel destacado en la educación y en el periodismo. Por influencia de su amigo Pedro Aguirre Cerda, ministro de Justicia e Instrucción Pública, pero también gracias al talento demostrado en su poesía y a su irreversible vocación docente, es nombrada directora del liceo de niñas de Punta Arenas (hoy Magallanes), liceo del que además es profesora de lenguaje. Allí permanece dos años. Dos años que parecen más bien un destierro voluntario; es como si huyera de los lugares donde se desarrolló la tragedia de su amor. Escribe con pasión, casi con furia. Vuelca sobre el paisaje todo su dolor, toda la profunda experiencia del sentimiento vencido por la muerte. Los poemas incluidos en Naturaleza y las coplas de amor del libro Desolación acaso fueron escritos allí. "Fielmente traducen su humor sombrío, aquella oscura ansia de hundirse y regocijarse en la soledad", escribe Margot Arce acerca de esta etapa de su poesía. Al año siguiente pasa a Temuco con el mismo cargo de directora, y en 1921, finalmente llega a Santiago, donde ejerce su profesión y es directora del Liceo número 6. Gabriela se gana la simpatía de quienes la tratan, por sus altas dotes espirituales y sus aficiones teosóficas. Aunque no ha publicad ningún libro, su nombre es ya famoso en varios países de la América hispana, donde sus poemas han calado por su hondura espiritual y austera expresión.
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Fue en 1922 que José de Vasconcelos, secretario de Educación Pública del presidente Obregón, viaja a Brasil para representar a su país en las conmemoraciones de la independencia de aquél, y finalizadas éstas regresa a México vía Chile. Conoce a Gabriela, e impresionado por su poderosa personalidad y su profundo conocimiento de la docencia, la invita a su país para colaborar en las tareas educacionales.
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Gabriela parte de Valparaíso a bordo del barco Aconcagua rumbo a Veracruz, atravesando el canal de Panamá. A su paso por La Habana es homenajeada por un grupo de escritores y periodistas. En México es rodeada por los intelectuales y los poetas, entre los que se cuenta Amado Nervo, quien estuvo cerca de ella siempre. México fue su segunda patria americana. Sintió como propios los problemas de las gentes humildes y trabajó tenazmente para sacarlos de su ignorancia. Gabriela siente que llega a la cima de la vocación de su vida. La tarea que Vasconcelos le asigna es ardua, como que se extendía no solo a los niños, sino también a los adultos. En la Escuela Normal debe ser maestra de maestros. Crea la escuela-taller "Gabriela Mistral" para mujeres adultas. México es también para Gabriela la revelación de un mundo que no había vislumbrado: España. "México me ha dado por sus huellas profundas de arquitectura, sensibilidad y refinamiento, el respeto y el amor a España", escribe.
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Por la época en que Gabriela parte para México, el profesor Federico de Onís, de la Universidad de Columbia en Nueva York, escoge la poesía de Gabriela Mistral como tema de una conferencia que da en el Instituto de las Españas. Su auditorio se componía en gran parte de profesores norteamericanos de lengua castellana, y quedaron tan impresionados por los versos que el profesor citaba como ilustración de su exposición crítica, que quisieron conocer mejor la obra de la maestra chilena. Cuando supieron que no había ningún libro editado de sus poemas, concibieron la idea de publicarlo. Se pusieron en contacto con ella y le comunicaron su intención, invitándola a recopilar sus poemas hasta ese momento escritos. Gabriela acepta y en 1922 aparece Desolación, su primer libro. Consta de sesenta y tres poemas cobijados bajo los siguientes títulos: Vida, Escuela, Infantiles, Dolor y Naturaleza. "Desolación no es un libro como hay tantos, sin materia dramática", dice Julio Saavedra Molina, y agrega: "Al revés, su lirismo hunde las raíces en una tragedia vivida y en los sentimientos derivados de ella." En cambio para M. Arce los versos de Desolación no son "puros", pues están demasiado cerca de lo biográfico. Por otra parte, Carmen Conde anota: "La tan celebrada y dichosa poesía maternalista de Gabriela no es, a mí entender, su poesía más importante; como no lo es Platero y Yo de Juan Ramón Jiménez; son, eso sí, lo hermoso de ambos que puede llegar a una extensa mayoría, cuya orilla espiritual es la ternura y la sensibilidad. Solamente."

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: UN VIAJE AL INTERIOR DE SÍ MISMO

                                                                            Mi vida interior, la belleza eterna, mi Obra.
                                                                                                                                     JRJ

Si tratásemos de revelar la clave poética que guarda toda la obra de J.R.J. sin miedo a equivocarnos diríamos que se trata de un viaje hacia dentro de sí mismo. Juan Ramón durante más de cincuenta años de escritura buscó incesantemente una respuesta vital y metafísica a la existencia y la halló en su propio ser a fuerza de ahondar en su conciencia. El fuerte subjetivismo con que interpretó siempre la naturaleza junto a su deseo constante de soledad fueron sus formas de buscar la belleza. El simbolismo para Juan Ramón Jiménez fue el cauce adecuado y la expresión válida para su inquietud. Después de un largo peregrinaje, en su madurez, descubrió que la máxima belleza ansiada estaba dentro de él mismo y que había encontrado a dios por la poesía. Si se comprende esta evolución suficientemente podrá juzgarse mejor al hombre y al poeta que tantas veces, muchas de forma intencionada, ha sido malentendido y criticado.

El retraimiento interior de Juan Ramón Jiménez no fue, tal como algunos pretendieron ridiculizar, el del poeta que tuvo que aislar las paredes de su cuarto con corcho para no soportar el ruido de las pianolas de unas vecinas maleducadas. Tampoco fue ese otro aislamiento del poeta encerrado en su torre de marfil al que lo adscribió Rafael Cansinos Sáenz, y que tanto ha dado qué hablar. En cambio, sí acertó Cansinos al destacar cómo Juan Ramón Jiménez muy pronto «se orientó más decididamente hacia la poesía interior».

No, la reclusión interior de Juan Ramón Jiménez fue más profunda, más íntima que la de esas superficiales anécdotas. Rubén Darío a principios de siglo le vaticinó certeramente al joven Juan Ramón Jiménez su verdadera condición de poeta cuando después de leer algunos de sus primeros versos le dijo: «Usted va por dentro». Estas palabras del maestro resonaron siempre en los oídos de Juan Ramón y se convirtieron, con el trascurso del tiempo, en la clave y la norma de su vida poética. En palabras del poeta: «Aquello fue para mí como un epivitafio».

Juan R. Jiménez, tentado en sus dos primeros libros, Ninfeas (1900) y Almas de violeta (1900), por un Modernismo más llamativo y efectista, pronto renunció a ese elemento exterior que poco tenía que ver con su propio ser y regresó entonces decididamente a Bécquer y a las posibilidades simbolistas de la tradición popular. El contacto con el pensamiento krausista a través de hombres como el doctor Luis Simarro o Francisco Giner de los Ríos reafirmó en el joven poeta su vocación de poeta interior, al hacer suyo el ideal ginerario de progreso moral interior por el cultivo de la sensibilidad, es decir, ir a la ética por la estética. Y además, la mejor tradición de la literatura española clásica junto con el Romanticismo le llevaron a través del simbolismo hacia esa dirección intimista más acorde con su espíritu. Ya también José Enrique Rodó al escribir sobre las Elegías de Juan Ramón Jiménez habló de una «Recóndita Andalucía» alejada de una alegría superficial. Juan Ramón vio el riesgo evidente de dejarse llevar por una corriente estética que lo alejase de su rico mundo interior de poeta verdadero. Y así tras leer la crítica de Timoteo Orbe a sus dos primeros libros, Juan Ramón Jiménez dolido le escribe lo siguiente en una carta fechada el 2 de octubre de 1900: «ha concedido usted más importancia a lo meramente externo que al espíritu y al fondo de los libros» .

Pero ¿en qué consiste ese «Usted va por dentro» de Rubén Darío? Sin duda en una poesía idealista, que evoluciona desde el descubrimiento de su soledad vital hasta una búsqueda metafísica por aproximarse a lo absoluto a través de símbolos y de imágenes. Esa fue la verdadera evolución del poeta a lo largo de los años. En la búsqueda de la belleza necesariamente el espíritu habría de asemejarse a ella.

Toda la poesía de Juan Ramón Jiménez supone una interiorización lírica del mundo. Lo cual ha propiciado que muchos críticos hablasen del narcisismo del poeta. Entre ellos Rinaldo Froldi que lo denomina «narcisismo órfico». También Pedro Henríquez Ureña calificó como «Extraño narcisismo espiritual» la situación del poeta en su artículo «La obra de Juan Ramón Jiménez». En realidad lo que hizo Juan Ramón Jiménez fue afianzar su credo estético en el mejor impresionismo francés y español expresado a través de un fuerte subjetivismo. Ejemplo claro de esta estética impresionista es el poema núm. 2 de Olvidanzas (1909) titulado «Crepúsculo», en el que el citado subjetivismo es llevado a su extremo y hace que sobre la belleza exterior de la naturaleza triunfe la belleza interior del alma del poeta. «Yo, al ver este oro entre el pinar sombrío, / me he acordado de mí tan dulcemente, / que era más dulce el pensamiento mío / que toda la dulzura del poniente». La impresión subjetiva, como se aprecia, es superior a la propia realidad. Es más importante cómo el yo ve las cosas que cómo realmente estas son. La hermosa hipérbole intimista estalla en versos como: «…No hay nada en la vida que recuerde / estos dulces ocasos de mi alma», en los que la vida se anega en el sentimiento del poeta.

Juan Ramón recluido durante años en su pueblo le escribe hacia 1909 en una carta de respuesta a otra de Rogelio Buendía en la que este le pedía datos para dar una conferencia sobre su poesía: «Mi voz, ya lo sabe usted, ha sido siempre 'voz baja y sin prisa' […] Solo le diré que mi vida es completamente interior». En esos años en Moguer publicó entre otros libros las Elegías lamentables (1910) donde reafirma de nuevo su fe en su mundo interior: «La luz inmarcesible que llevo dentro arde / como una primavera de sueños de colores». En cambio en Melancolía (1912), o en Laberinto (1913) la introspección será marcadamente erótica.

A partir de entonces más que desnudar la poesía de sus ropajes, lo que realmente hizo Juan Ramón Jiménez fue buscar cada vez más en su interior. Hasta tal punto que en la etapa de su poesía hoy conocida como poesía desnuda, lo que se constata es un paulatino prescindir de referencias externas espaciales, temporales y anecdóticas, para que transmutada la realidad en lirismo íntimo aflore así «desnuda», nacida del interior del poeta en una constante depuración de la forma expresiva. Su poesía desnuda es poesía espiritual, que nada tiene que ver con la poesía pura «artificial» que defendieron después algunos de los poetas del 27. Recordemos que Juan Ramón Jiménez fue un verdadero poeta y no un escritor. La diferencia entre el misterio de la poesía y el simple oficio literario resulta abismal y así lo expresó el moguereño en «Poesía y literatura». Su poesía siempre buscó partir de dentro, de la expresión interior y propia sin atender ninguna otra ya creada, a excepción de las consabidas influencias iniciales en cualquier joven escritor. Por eso, si quería de verdad ser él mismo necesitaba crear una palabra nueva, única y exclusiva para él. De ahí que rechazara formas o cauces impropios para su peculiar manera de entender la poesía como el hueco y grandilocuente modernismo, la poesía surrealista o cualquier otra tendencia vanguardista que anulase su individualidad. Porque aunque algunos ismos propugnasen la liberación del ser humano, la uniformidad de sus escuelas imponía estilos comunes que negaban la afirmación del poeta distinto. Por ello Juan Ramón declaraba: «Evolución conciente, seguida, responsable, de la personalidad íntima, fuera de escuelas y tendencias. Odio profundo a los ismos y a los trucos». Así, pues, Juan Ramón Jiménez encontró en el «verso desnudo», es decir, sin rima, la fórmula nueva y personal que se alejaba de las normas fijas de la poesía, de los inventos «literarios».



La búsqueda interior de Juan Ramón Jiménez fue un exilio poético consciente y tenaz. Fue un adentrarse en sí mismo, no en busca de un preciosismo vacuo y a la larga estéril, sino en palabras de Ortega y Gasset un «ensimismarse» en lo suyo para alcanzar su más alto fruto. Juan Ramón Jiménez encontró en la poesía y por la poesía el verdadero fin y la aspiración última de su vida. Fue un creador incesante de una poesía que al mismo tiempo lo recreaba a él como ser humano, era una dádiva recíproca: tanto entregaba Juan Ramón Jiménez a la poesía como sentía que su alma recibía en inmensidad y belleza únicas. Se cumplía así su ideal ético-estético de perfeccionamiento de su espíritu.
 
A medida que Juan Ramón Jiménez se adentraba más en sí mismo buscando una trascendencia más se alejaba de un falso esteticismo. Su interés por lo universal le llevó a buscarlo en lo popular, es decir, a mirar siempre hacia lo propio. Juan Ramón Jiménez no podía entonces descubrir lo suyo en las estéticas de un castellanismo tópico y fácil, pero sin duda ajeno e impostado que tanto proliferó entre otros autores durante años y del que Juan Ramón Jiménez quiso huir. No sin antes dejar escrito uno de los mejores sonetos de ambiente castellano «Octubre»: «Estaba echado yo en la tierra, enfrente / del infinito campo de Castilla», tan alabado por Ortega. Juan Ramón reaccionó y ahondó entonces más que nunca en su andalucismo y sólo desde ese ángulo más personal y local pudo llamarse «El andaluz universal». En un aforismo del poeta quedan recogidos estos conceptos: «Cuanto más interior es un poeta, un músico, un pintor, es más universal (Bécquer)».

Su preocupación fue cada vez más ir hacia adentro a través de símbolos como el cielo, el mar, la luz, la primavera en búsqueda de verdades inmarcesibles: el amor, la belleza y la eternidad.

Para Juan Ramón Jiménez el término «interior» era sinónimo de espiritual y así se constata en el primer título que el poeta barajó para sus Sonetos espirituales (1917) que fue el de Sonetos interiores, título que así quedó recogido dentro de su proyecto final, Leyenda (1896-1956). Juan Ramón Jiménez al sustituir un adjetivo por otro nos está revelando en qué consiste para él lo interior, es decir, en algo superior y espiritual.
Y por esas mismas fechas en el poema (II, XCIV) de Estío (1916) descubrimos cuál es el fin último de ese continuado ahondar en su interior:
Lejos tú, lejos de ti,
yo más cerca de mí mismo;
afuera tú, hacia la tierra;
yo hacia adentro, al infinito.
Al infinito tiende el poeta cuando busca dentro de sí mismo la verdad de su existir y esta actividad se convierte entonces en un auténtico «trabajo gustoso». Nada lo puede apartar de su creación y por nada quiere el poeta salir de su centro. En este sentido muy conocido resulta también el aforismo que publicó en la antología de Gerardo Diego en 1932 el que habla de su encierro a solas con la poesía: «Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados». Así pues, ese exilio voluntario, que tiene mucho de renunciación y al mismo tiempo de generosa entrega, fue en Juan Ramón Jiménez norma de vida y vocación estética. El poeta hace explícito su ideal de vida recogida y perseverante en su soledad en otro aforismo: “Mi vida interior, la belleza eterna, mi Obra», donde revela que el camino hacia la belleza eterna lo realizará siempre a través de su poesía que nace de su propia y rica vida interior.

Consciente Juan Ramón Jiménez de dónde está su veta poética no quiere alejarse de su centro lo más mínimo. Veámoslo en el poema (XXXVI) de Eternidades (1918): «¡No corras, ve despacio, / que adonde tienes que ir es a ti solo! / ¡Ve despacio, no corras, / que el niño de tu yo, reciennacido / eterno, / no te puede seguir!».

Y ahondando en esa búsqueda íntima el poeta por fin encontrará el todo, que ya no es externo, sino comunión con su yo. En el poema (III, XLIII) de Piedra y cielo (1919) la naturaleza se funde con el espíritu del poeta: «¡No estás en ti, belleza innúmera, / que con tu fin me tientas, infinita, / a su sin fin de deleites! / […] ¡Estás en mí, / que tengo en mi pecho la aurora / y en mi espalda el poniente». La belleza es una cualidad de lo eterno y sólo dentro de sí mismo el poeta encuentra el verdadero camino hacia lo absoluto, hacia esa belleza de la eternidad.

Con esta enorme riqueza espiritual fruto de un paciente y constante ahondar a través de la poesía en lo infinito, no es extraño que Juan Ramón Jiménez desdeñase cualquier manifestación o actividad que lo alejase de lo suyo. Juan Ramón rehuyó participar en prácticamente cualquier homenaje y mucho menos en ninguno que le tributasen a él. Acudió una vez en 1920 a un homenaje preparado por Gómez de la Serna a José Ortega y Gasset en el café del Pombo y que luego sobre la marcha se hizo extensivo también a Azorín y al propio Juan Ramón lo cual le desagradó enormemente. Como resultado, Juan Ramón Jiménez ya no volverá a acudir a ningún acto de esta índole, ni tan siquiera como espectador, por si acaso. Así sucedió con los que se organizaron en torno a 1923 a Rubén Darío, a Mallarmé, a Camoens, a Paul Valery a los que Juan Ramón Jiménez oponía siempre la espiritualidad de su trabajo en silencio.

Juan Ramón encontró en una máxima de Tomas de Kempis de su Imitatione Cristo la justa respuesta para cualquier comentario que los demás pudieran hacer de él o de su obra por no preocuparse el poeta más que por lo que había dentro de él: «Si attendis quid apud te sis intus, non curabis quid de te loquantur homines». Estas palabras de Kempis podrían resumir mi vida y mi obra. Y ya dentro de mi alma, rosa obstinada, me río de todo lo divino y lo humano, y no creo más que en la belleza».

Muchos no entendieron entonces y aún hoy otros siguen sin comprender esta vocación de soledad del poeta y lo han tildado de «señorito andaluz», o de «aristócrata». Juan Ramón Jiménez se defendía de esta incomprensión general afirmando que su «apartamiento», su «soledad sonora» o su «silencio de oro» no provenían de ninguna falsa aristocracia, sino del pueblo, la única aristocracia verdadera. Y que su afán de soledad en la poesía lo aprendió observando desde niño en su Moguer al hombre del campo, al carpintero, al marinero, solos en sus quehaceres y dedicados con amor a su cotidiano trabajo gustoso. En su conferencia Política poética expresó detalladamente estas ideas sobre la armonía íntima y cómo el gusto por el trabajo propio debe llevar necesariamente al hombre al respeto por el trabajo ajeno. Sin duda el espíritu institucionista de Giner subyace en estas ideas.

A pesar de esta búsqueda interior incesante Juan Ramón Jiménez no fue nunca un poeta encerrado y aislado de los demás en su torre de marfil, sino que fue un poeta de azotea abierta y limpia: «Alto y para todos», tal como afirmaba como definición estética propia. ¿Quién no recuerda esas fotografías de Juan Ramón con los jóvenes poetas del 27 en la terraza de su domicilio en la calle Lista, 8 de Madrid? Si hay un poeta que fue abierto y generoso con los noveles ese fue sin duda Juan Ramón Jiménez Él les abrió no sólo su azotea a Jorge Guillén, Federico García Lorca, Gerardo Diego, León Felipe, sino también las páginas de sus revistas. En Índice, o Ley aparecieron poemas de todos ellos desde Manuel Altolaguirre, a Dámaso Alonso. Estos nuevos poetas publicaron sus primeros trabajos, e incluso sus primeros libros en su Biblioteca de Índice. Allí aparecieron Presagios, el primer libro de Pedro Salinas, o también los de José Bergamín, Benjamín Palencia o Francisco Bores. Además prologó gustoso Marinero en tierra, el primer libro de Rafael Alberti. Ahí, en lo poético, sí era Juan Ramón Jiménez un poeta abierto y generoso, pero no en la adulación del homenaje, o en la vanidad de la tertulia de café. El único interlocutor válido de Juan Ramón Jiménez fue la verdadera poesía en sus distintas manifestaciones.
 
Sólo tras un continuado ir por dentro, en ese ensimismamiento consciente del poeta por la belleza puede llegar este a exclamar en su poema «El otoñado»: «Estoy completo de naturaleza». Es ese un momento alto de plenitud poética, de vida lograda en que el esfuerzo y la vocación verdadera por ser no ya poeta, sino poesía se cumple. Y también en ese mismo poema Juan Ramón Jiménez exclama pleno: «Chorreo luz: doro el lugar oscuro», porque ya siente que ha superado la mera condición de poeta para ser él mismo ya Poesía. Por eso para qué insistir entonces en firmar sus poemas o sus cuadernos con su nombre, el poeta se diluye en apenas sus propias iniciales Juan Ramón Jiménez o en «El cansado de su nombre». Y ello es porque siente que ya ha llegado, que el tiempo que ha alcanzado por la poesía no es más sucesión, más renovación, sino que Juan Ramón Jiménez ya ha logrado nada menos que «la estación total», es decir, la estación en la que el hombre suma ya todas las estaciones de su vida. Lo cual no quiere decir por otro lado, que su tarea como poeta no siga sujeta a ese axioma invariable e ideal de la constante corrección y revisión de su obra. Porque desea que todos sus poemas estén en consonancia con esta conquista de un tiempo atemporal y último en que queda subsumido toda edad anterior. Pero todo este proceso que intentamos mostrar ha sucedido en un acontecer vital, durante un tiempo externo e histórico, juzgado por los demás.
 
El poeta siente la necesidad de aislar su yo íntimo del mundo exterior, de que nada perturbe su plenitud de soledad y les pide a los demás tan sólo el justo olvido para quien ha entrado de manera suficiente en el centro de su alma y es ya «universo», «uno» que se basta a sí mismo. Los versos del poema «El ser uno», incluido en Canción lo muestran con total claridad: «Que nada me invada de fuera, / que sólo me escuche por dentro, / yo dios / de mi pecho. / (Yo todo: poniente y aurora, amor, amistad, vida y sueño. Yo solo universo.) / Pasad, no penséis en mi vida, / dejadme sumido y esbelto. / Yo uno / en mi centro.» Dentro del poeta está la eternidad y no necesita ir hacia nada ni nadie, pues la plenitud está en su interior: «no tiendo ya hacia fuera / mis manos. Lo infinito / está dentro».

Estamos ante un dios que surge de una religión inmanente, un dios-poeta que habita dentro del mismo poeta. Y es este uno de los momentos más difíciles de seguir en Juan Ramón Jiménez y que no ha sido suficientemente entendido, pero tal y como intentamos mostrar es una consecuencia lógica de un credo poético, estético y ético ala vez, que se basa en el simbolismo y en los postulados del krausismo. No hay por lo tanto un paso en falso, ni tampoco un salto inexplicable, sino una progresiva evolución siempre en el mismo sentido hacia el interior en pos de la belleza y de la verdad, atributos de la eternidad. Quizá ahora resulte más comprensible esa aventura poético-religiosa de Juan Ramón Jiménez, sobre todo si consideramos que poesía y religión verdaderas resultan siempre experiencias interiores.

Este descubrimiento no ha sido motivado por ningún acontecimiento externo, sino fruto de un paulatino proceso de interiorización e introspección. Ahora el poeta mira hacia atrás y se reconoce consecuentemente siempre igual desde sus inicios aunque su expresión no haya sido siempre tan lograda y por ello precise rehacerla.

A partir de 1936 se inicia en Juan Ramón Jiménez un doble exilio: al exilio en la Poesía en que vivía el moguereño hasta entonces hay que añadir ahora el exilio físico de España que impone la guerra civil.
Transcurridos en Cuba ya los primeros años de silencio e imposibilidad física y espiritual para escribir, de nuevo Juan Ramón Jiménez regresa a su centro extrañado, del que los acontecimientos históricos le habían enajenado. Es decir, por el contrario de lo que afirman algunos estudiosos, la poesía de Juan Ramón Jiménez ya había atisbado antes de 1936 el máximo descubrimiento de su yo: su dios.

Resultaría extraño y paradójico que Juan Ramón a raíz de su exilio en 1936 iniciase entonces el gran descubrimiento poético de su dios interior, si no lo hubiese atisbado ya anteriormente en su poesía tal y como hasta aquí venimos mostrando. Las duras y adversas condiciones vitales del poeta en América no fueron muy propicias para ello. Es más nos atreveríamos a afirmar que Juan Ramón Jiménez sufrió el exilio de manera distinta gracias a su previo exilio poético durante tantos años, a que ese mundo íntimo y rico de su poesía creado por él en los años precedentes fue su otra patria, su patria poética, en la que vivió a lo largo de su vida y de la que tan sólo era expulsado temporalmente por sus neurosis depresivas que lo recluían en los hospitales.

Así pues, Juan Ramón Jiménez regresa en América a su tiempo conquistado y detenido de su «estación total», expresión que ya aparece en 1933 en su retrato de Alfonso Reyes, en la que canta «la nueva luz» sentida. La luz de un «centro rayeante», de un tiempo que ya ha desaparecido, que el poeta ha conquistado, un tiempo del que no queda ahora sino un vasto «Espacio» que es el de la conciencia. Un lugar abierto e inmenso de soledad, pues el poeta está a solas con su conciencia y por ella se pregunta y establece un diálogo consigo mismo, un fluir de conciencia que conoce finalmente que todo ha sido el fruto de un rapto y una entrega a una conciencia más amplia y universal en la que se ha de fundir toda la existencia. La palabra poética ha alcanzado el nombre conseguido de los nombres, en el que se fundirá el poeta y su conciencia y su nombre conseguido.

Ezra Pound que había quedado impresionado tras su lectura de Animal de fondo (1948), de Juan Ramón Jiménez citó al poeta en el canto XC de su libro Los cantos pisanos: «"De fondo" dijo Juan Ramón, / como sirena, hacia arriba,». Sí, desde su fondo nos habla ya Juan Ramón Jiménez, un fondo plenamente conseguido y en el que ha hallado después de tanta búsqueda su propio dios.

En una carta a Gullón fechada el 30 de enero de 1953 le dice: «El poeta es el hombre que tiene dentro un dios inmanente…». El poeta dice refiriéndose a dios, que él, el poeta, está «dentro de tu conciencia jeneral estoy / y soy tu secreto, tu diamante, / tu tesoro mayor, tu ente entrañable».

En el poema «La fruta de mi flor» escribe: «Esta conciencia que me rodeó / en toda mi vida, / como halo, aura, atmósfera de mi ser mío, / se me ha metido ahora dentro. / Ahora el halo es de dentro / y ahora es mi cuerpo centro / visible de mí mismo». Y exclama después de toda una vida de búsqueda el descubrimiento ansiado, el poeta ha encontrado a dios en su interior: «Dios, ya soy la envoltura de mi centro, / de ti dentro.»
Dios estaba ahí dentro del poeta. Ha sido necesario un largo proceso para que fuera posible este dichoso encuentro.

Cuando Rubén Darío afirmó «usted va por dentro» no le dijo a Juan Ramón Jiménez hacia dónde iba, pero en su «Atrio» a Ninfeas sí le pidió que siguiera un camino propio: «Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta. / La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde». Juan Ramón buscó en su interior durante toda una vida poética la belleza eterna hasta que esta le llevó a descubrir a dios en su yo. Sin duda, muy pocos, quizá tan sólo Rubén Darío y Francisco Giner atisbaron en el joven poeta Juan Ramón Jiménez al hombre que llevaba dentro de sí un dios inmanente.

PREMIOS NOBEL IBEROAMERICANOS: JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Juan Ramón Jiménez se entregó por completo a la poesía a lo largo de su vida. Gracias a su vocación, exigencia y tenacidad, se convirtió en el máximo exponente del modernismo lírico en España, junto a los hermanos Manuel y Antonio Machado; en el maestro de las jóvenes vanguardias de los años veinte y treinta del siglo xx, y en el poeta postmoderno insuperable de los años cincuenta. Nace el 23 de diciembre a las 12 de la noche de 1881, en Moguer, un pueblecito de la provincia de Huelva, cerca de las minas de cobre de Río Tinto y de las marismas del Guadalquivir. Un lugar muy blanco y reluciente por la luz intensa del sol, de calles estrechas y limpias. Era y sigue siendo una aldea de labradores y marineros, cercana al mar y rodeada por la campiña, donde se cultivan viñedos, fresas, maíz...

Juan Ramón en su madurez Juan Ramón en su madurez.

Juan Ramón fue el más pequeño de una familia adinerada que lo consintió y le permitió soñar y divertirse usando su imaginación. De niño prefería jugar solo y sentía fascinación con la belleza del campo, los cambios de estación y de la luz durante el día. Tenía un calidoscopio a través del cual le gustaba mirarlo todo, porque le parecía que las cosas se alteraban, adquiriendo una consistencia mágica. Le fascinaban la luz y los juegos con la realidad que esta le proporcionaba; de esa forma, las cosas transformadas le parecían otras.Creía, por ejemplo, que había dos pimientas en la casa de enfrente a la suya: la que veía desde su balcón y la que miraba desde abajo del tronco, porque debido a la luz, le parecían distintas y así las concebía (Véase XVI, La casa de enfrente. Platero y yo). Esta capacidad para soñar y crear un mundo maravilloso en los poemas fue una constante durante toda su vida. Asimismo sentía gran aversión hacia las cosas feas, que él relacionaba con la muerte y con la tristeza. Fea era la violencia, las fiestas donde las personas perdían la dignidad a causa del vino, la brutalidad hacia los animales, y la torpeza de los seres humanos al destruir la belleza natural. Desde pequeño se sintió llamado a combatir estas injusticias, creando con su imaginación y su poesía un mundo donde las cosas fuesen restituidas a su verdad y a su forma natural: «Dónde está la palabra, corazón, que embellezca de amor al mundo feo; que le dé para siempre —y sólo ya— fortaleza de niño y defensa de rosa» (Belleza, 1923). Fuerza y belleza, pero sin perder la inocencia y la espiritualidad: esa sería su meta.

Juan Ramón era capaz de captar detalles que a la mayoría pasaban desapercibidos y presentarlos en su obra como formas de ideal. Así por ejemplo se fijaba en la pequeña flor del camino a la que dedica un pasaje de Platero y yo, o en la «hojita verde con sol», protagonista de otro texto. Esa extraordinaria capacidad para captar los detalles más nimios le hacía asimismo sufrir más que otras personas. La muerte repentina de su padre, por ejemplo, una madrugada, cuando apenas tenía 19 años le sobrecogió y llenó de ansiedad. Se imaginó que él mismo era quien moría, o que iba a morir en cualquier momento, igual que su padre; por eso debió ser ingresado en un hospital psiquiátrico en Francia donde permaneció varios meses. A partir de entonces sintió pavor de la muerte y quiso vivir cerca de un médico.

Desde los quince años comenzó a escribir poemas; abandonó sus estudios de Derecho para dedicarse a la poesía. Conoció a los escritores más influyentes de su tiempo, como Rubén Darío, Valle-Inclán, Unamuno, Manuel y Antonio Machado, José Ortega y Gasset, Pío Baroja y Azorín, entre otros muchos, y junto a ellos se formó en el krausismo, en boga entre los intelectuales de aquella época. Estas ideas se resumían en una recta actitud moral frente a la sociedad, frente al trabajo, y frente al arte, hasta el punto de que muchos de estos pensadores y artistas estuvieron dispuestos a dar la vida por sus ideales.

Juan Ramón demostró en su vida y en su obra esa dedicación completa a vivir y trabajar dentro de unos altos principios éticos y estéticos. Para el poeta andaluz, los valores morales formaban parte de los componentes estéticos de pureza y rigor. Fue una persona exigentísima para consigo mismo y para con los demás. Leía sin descanso, tanto a los escritores, poetas y filósofos españoles, como a los extranjeros. La vasta biblioteca de su padre en Moguer le era muy familiar, así como la colección de libros del doctor Lalanne en Francia, y la del doctor Simarro en Madrid. Además de leer, escribía constantemente sus ideas, en aforismos y prosas; y sus impresiones líricas en poemas. Aquellos años de juventud entre Moguer, Sevilla, Francia y Madrid le permitieron adquirir una sólida formación que le prepararía para escribir su obra mejor; por eso y para eso trabajaba sin descanso. No obstante, la poesía era su forma natural de vida y los poemas fluían de su pluma con una facilidad inusitada, no exenta de constante pulimento.

Así, comenzó a publicar, libro tras libro, durante estos primeros años, influido principalmente por Bécquer y Espronceda. Ninfeas, Almas de violeta, Rimas, Arias tristes, Jardines lejanos y Pastorales serán sus libros de juventud. En todos ellos el poeta se recrea en la belleza del campo, en deseos amorosos imposibles, en sueños y alucinaciones. En los textos de esta primera época puede apreciarse una predisposición a la melancolía. Después seguirán otros muchos libros (véase la cronología y la bibliografíade este monográfico) en los que Juan Ramón va dejando constancia de sus sensaciones, del paso de las estaciones, del goce con las cosas sencillas, de sus temores, ansias y amores. Sus poemas son como una guía espiritual o el diario de una persona sensible atravesada de sensualidad, espiritualidad y anhelo de perfección.

Como Antonio Machado y Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez creía que los símbolos irían desentrañando verdades profundas y misteriosas que sólo la poesía podía desvelar. Así, la conciencia del misterio se impone en numerosos poemas donde el poeta de Moguer presenta las interrogantes primeras, que pueden resumirse en el intento de captación de lo eterno en el instante: «Quisiera clavarte, hora, igual que una mariposa, en su corazón… ¿Adónde irás, hora mía, mariposa no prendida?» (Estío, 1915).

En los años que pasó en Moguer (1905-1911) escribió numerosos libros de poemas, pero quizá sea Platero y yo el texto con el que obtuvo fama inmediata, ya que se tradujo rápidamente a treinta idiomas. El libro está formado por estampas de su pueblo en las que el poeta va retratando tanto las cosas hermosas del entorno moguereño como las injusticias o la pobreza e ignorancia de la gente, transformadas gracias a su escritura en momentos idílicos, y Moguer en el paraíso de su imaginación. Puede verse cómo el poeta se concentra en las cosas sencillas que lo rodean y ahonda en ellas hasta encontrar lo esencial de las mismas: «¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa —ya dentro, ya fuera— , en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva» (XXV «La primavera», Platero y yo).

Juan Ramón veía el mundo en su dinamismo natural y quiso captar en su poesía las cosas en incesante transformación, con la esperanza de que al capturarlas en el poema lograría darles eternidad; empresa no del todo fácil: «Mariposa de luz, / la belleza se va cuando yo llego / a su rosa. // Corro, ciego, tras ella…/ la medio cojo aquí y allá…/ ¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!» (Piedra y cielo).

[Fotografía] Zenobia, de niña Zenobia, de niña

En 1911 Juan Ramón se marcha a vivir a Madrid para estar en contacto con las ideas y los poetas importantes de aquel momento. Es entonces cuando conoce a la que luego será su mujer, Zenobia Camprubí Aymar. Hija de un ingeniero español y de madre puertorriqueña, Zenobia le parecía una mujer distinta de las chicas españolas, por sus viajes y sus estudios. Conocía perfectamente el español y el inglés, ya que había pasado varios años en Estados Unidos. Colaboraron juntos en varias traducciones del inglés al español del poeta Rabindranath Tagore.

Juan Ramón se enamoró perdidamente de ella, que era lo opuesto a él: una mujer práctica, alegre, resuelta y emprendedora. Para Zenobia, él era un ser excepcional, un poco ensimismado, muy apasionado y ardiente, y con la ilusión y capacidad de entrega de un niño desprotegido. Sin darse cuenta, también se enamoró de él, y era consciente, como más tarde expresó en uno de sus Diarios, de que lo necesitaba para vivir tanto o más que él a ella. (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 77). Se casaron en Nueva York el 2 de marzo de 1916.

A su regreso a España, el matrimonio estableció su residencia en Madrid, y Juan Ramón se dedicó por entero a escribir y preparar lo que él consideraba «su obra en marcha». Publicó El diario de un poeta recién casado (1917), libro que abre una nueva etapa en la obra de este poeta, ahora mucho más densa y concentrada. Poesía desnuda, dedicada exclusivamente a lo esencial. Durante unos años escribe sin descanso numerosos libros de poesía y prosa, y más tarde se dedicará principalmente a corregir y reorganizar lo ya escrito y publicado, y a traducir junto a Zenobia la obra de Tagore, Shakespeare y otros. Son dos décadas de entrega completa a lo que Juan Ramón llamaría «el trabajo gustoso». El poeta no quería salir de casa, ni tener visitas; trabajaba muchas horas diariamente y era Zenobia la que se encargaba de resolver las cuestiones prácticas y materiales, y de pasar a máquina sus poemas. Además, a él le molestaban mucho los ruidos, por lo que se mudaron de casa varias veces. Por su dedicación e intransigencia se ganó la antipatía de muchos intelectuales y artistas, que creían que era un poeta exquisito que vivía de espaldas a la realidad. Pero se equivocaban al pensar así, ya que él mismo demostró (véase por ejemplo su libro Guerra en España, publicado póstumamente. Barcelona: Seix Barral, 1985), que estaba muy preocupado por todo lo que ocurría; conocía los libros que se publicaban, colaboraba en revistas, y se enteraba, por Zenobia o por la prensa, de la situación política del país y del resto del mundo.

Empezada la Guerra Civil, Juan Ramón fue amenazado varias veces y temió por su vida. En agosto de 1936 consiguió un pasaporte diplomático y marchó con su mujer a Estados Unidos como embajador cultural de España. Los siguientes veinte años Juan Ramón y Zenobia vivieron en Cuba, Estados Unidos y Puerto Rico y ya no regresaron a España. Pero Juan Ramón vivió pensando constantemente en su patria, en su familia, y en su pueblo natal (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 47). Cuando escuchaba el español u oía cantar flamenco lloraba de emoción. Nunca logró superar su condición de exiliado (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 40). Su estado anímico a veces no le permitía trabajar, por lo que sufría depresiones constantes que obligaban a internarlo en hospitales de Estados Unidos y Puerto Rico.

Como a Miguel de Unamuno, a Juan Ramón le dolía España y la llevaba en el corazón, y quería encontrarle algún sentido al mundo, ya que pensaba que el dios de las religiones positivas era ilusorio. Juan Ramón creía que los símbolos le permitirían entrar en el secreto del universo, y es durante este período cuando concibe la poesía como arma para desentrañar los misterios del cosmos.

Juan Ramón y Zenobia Juan Ramón y Zenobia

Su obra pasa a ser ahora autobiográfica, en el sentido de que habla abiertamente de su vida personal, de sus amistades e incluso de sus enemigos. En ella el poeta se pregunta por el significado del mundo. De este período son sus extensos poemas «Tiempo» (1941) y «Espacio» (1941-1954), que constituyen un diario espiritual y un intento por parte del poeta de explorar la relación del hombre con el universo. En este sentido, la búsqueda de Dios se convertirá asimismo en un anhelo constante. Creía, con Spinoza, que Dios existía, pero como fuerza de la naturaleza, o como algo inconcebible para los seres humanos. Siguiendo las ideas de este filósofo, creó un «dios/conciencia» a su imagen y semejanza, sustituto de esa fe que necesitaba para vivir: «Dios del venir, te siento entre mis manos, / aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa / de amor, lo mismo / que un fuego con su aire. / No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo, / ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano: / eres igual y uno, eres distinto y todo; / eres dios de lo hermoso conseguido, / conciencia mía de lo hermoso.» («La trasparencia, Dios, la trasparencia», Animal de fondo, 1949).

Fue una persona genuina que expresó siempre lo que pensaba y sentía, aunque eso le acarreara problemas, e incluso contradicciones en su poética y en su vida. Por ejemplo, después de crear un dios y vivir para y por la poesía, indicó más tarde que sólo presentía el universo como hueco, y a Dios como algo ajeno e incomprensible: «Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos» («Espacio», 1954).

El 25 de octubre de 1956, tres días antes de la muerte de Zenobia, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Poco después murió, el 29 de mayo de 1958. Los féretros de ambos fueron trasladados desde Puerto Rico al cementerio de Jesús de Moguer. La vida y obra de Juan Ramón Jiménez son testimonio de un ser excepcional que se dedicó por completo a vivir de acuerdo a unos rigurosos principios éticos y estéticos. Destacó como uno de los mejores poetas del modernismo, de las vanguardias y del postmodernismo en el mundo occidental, dejando una poesía de alta espiritualidad, un consuelo en el mundo material circundante.