miércoles, 2 de diciembre de 2009

El caso extraño de un terco texto: "Rayuela"





Algo extraño le pasa a Rita. En sus búsquedas cotidianas del extraño caso "del estado de la cuestión", este texto se topó con ella. Su ego académico la hizo rechazar de inmediato un texto bloggero. Sitios "no serios" donde cualquiera publica cualquier "cosa", sin orden, sin objetividad, en fin, sin academia que sustente lo dicho, poco menos la intención de hacerlo. Por tanto, click a la flecha de regresar a la búsqueda. Nada, la pantalla sigue ahí en ese texto. Doble click. Nada. La pantalla detenida en el tiempo infinito. ¿Por qué este texto se empeña en anclarse a mi pantalla?, se pregunta Rita. Cede. Comienza, por curiosidad, a leer. Su maltratado ego se cuestiona ¿cómo es posible que alguien escriba un texto sobre un texto que no ha leído, pero que sin embargo, se nota que ha leído? ¿A quién le importa lo que hemos dejado de leer? Rita se empeña en seguir leyendo. El texto no es bueno, pero sí el ejercicio paradojal (palabra inventada por Rita). Por eso lo quiere compartir, por ser un texto terco (supongo que en este blog, ella comparte para sí misma porque los comentarios no suelen, precisamente, llover).





Nunca he leído Rayuela
de Alan On


Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.



En ese entonces la felicidad venía en tamaño águila, aunque en las revistas usadas todavía era posible encontrar los comic tamaño colibrí que en su portada tenían impreso el costo de dos pesos, lo que facilitaba el regateo, más difícil conseguir precios bajos en la serie avestruz, el tamaño ameritaba un intercambio más largo con el dueño del local que hoy todavía está en la calle de Antonio Caso, un cuarto pequeño que se desborda hacia la calle, una lengua de libros y revistas que lame la banqueta y ofrecía en ese entonces la maravilla de cinco o siete ejemplares de The Spirit, sobre los que me abalanzaba como si fueran el arca de la alianza.



Así de simple era la felicidad, entre dibujos de Will Eisner y revistas con un sello ovalado que encerraba el ave que distinguía las series de Bat Man el Hombre Murciélago, El Asombroso Hombre Araña y Diabólico ¡El hombre que no teme a nada!, y sí, a veces los libros, los que estaban a la mano, los que había en una casa clasemediera donde a los padres les entraba la preocupación de que sus hijos debían ser mejores que ellos y los libros tenían cierto prestigio, sobre todo las enciclopedias que vendían, todavía, de casa en casa.

En ese entonces no me decían que no, tampoco daba muchas oportunidades para que me negaran algo porque no pedía, ¿qué se puede pedir a esa edad si el mundo estaba a la mano?: cruzando la calle el parque de senderos adecuados para la bicicleta y los patines, ese jardín que se unía a la placa gigantesca del Monumento a la Madre, con su plancha del tamaño justo para el futbol, el tochito o el beisbol; sin cruzar la calle se podían satisfacer todas las necesidades y placeres: un puesto de revistas bien surtido;, dos hoteles con alberca a los que nos colábamos en verano; una panadería y su cálido aroma a bolillo crujiente; la rosticería con su espectáculo de pollos dorados; una cantina con su letrero empolvado que anunciaba no se permitía la entrada a uniformados y damas; una dulcería que mezclaba pirámides de lenguas de gato y billetes de lotería; El sol de oriente donde sabios caballeros de bata blanca no necesitaban preguntar cómo se quería el corte; pero sobre todo, por encima del tendajón mixto con sus verduras asoleadas o la vieja terminal de autobuses o el local de pozole y quesadillas, en la acera de Insurgentes La Especial de París: el helado de vainilla servido en una copa metálica, una foto en blanco y negro donde dos mujeres miran desde 1920 cómo preparan una soda italiana, unas crepas de cajeta, el temblor que provoca en el comensal el ritual de quitarle la tapa a una naranja rellena de una nieve cremosa que obliga a la blasfemia: se cierran los ojos y se adquiere la certeza de que Dios es el rumor dulce con que estalla el sabor tras la primera cucharada.

Y un día, en esa misma acera, se estableció lo que faltaba para que la representación del mundo y sus placeres estuviera completa, en la planta baja del edificio que en ese entonces me parecía altísimo el periódico El Día instaló sus oficinas y una librería, ¿El gallo ilustrado?

A partir de ese día comencé a pedir, cómo no hacerlo, todas las tardes en el camino se cruzaban en mi camino, las portadas bellísimas, los muchos libros acomodados de frente al peatón, una invitación a detenerse y mirar, desear. Recuerdo los cristales y mi propio reflejo apagado como fantasma ante la presencia sólida de los libros, recuerdo que eran demasiados, pero es una memoria donde todo se mezcla, un muro de portadas de libros donde no se distinguen bien a bien los títulos. Sólo uno, entre todos esos, Rayuela, la portada nada llamativa de la edición en Bruguera Libro amigo, una portada más anodina que sencilla, de tonos verdes, dos nombres Julio Cortázar, Rayuela y el borde de una carta, un sello postal, el timbre y lo quise y los 686 pesos de su costo eran una suma exorbitante para mi bolsillo, de hecho para el bolsillo de mi madre también lo era, o quizá, sólo quizá, retardo la compra del libro que pedí porque no supe explicar la razón de mi deseo.

Todavía hoy no puedo explicar las razones del deseo de precisamente ese libro, no sabía nada del libro, sí, rayuela le decían al avión que se pintaba con gises en el patio de la escuela, sí, supongo que leí algo en los libros de texto del tal Julio Cortázar, sí pero, es que lo quiero. Madre mirando desde arriba, en ese entonces era más alta que yo, sin entender, supongo cómo deseaba tanto algo que no sabía qué era y yo frustrado porque tampoco sabía. Yo prometiendo que no iba a pedir nada en mucho tiempo, tantos días como fueran necesarios para abarcar los más de 600 pesos. El recordatorio: siempre me porto bien, en la escuela inmejorable, hago todo lo que me dicen, no hago berrinches… Hasta que una tarde por fin tuve el ejemplar en las manos. Madre me pidió que la acompañara y yo no pregunté porque estaba haciendo méritos, porque en el fondo sabía que ese era el día y la emoción de recibir el ejemplar que tomaban de la vitrina y no así sin bolsa.

Pero yo nunca he leído Rayuela.

Sí tuve el ejemplar en la pésima edición de Bruguera. Julio Cortázar en letras negras, Rayuela en blanco sobre un fondo verde, la imagen del sobre que anuncia el envío vía aérea, los tres timbres de la República Argentina, el diseño de cubierta que se acredita a Soulé-Spagnuolo y el anuncio de que es la tercera edición: febrero 1981, de ISBN 84-02-06740-9, en el lomo el logotipo del gato negro y abajo los números 502/680. Todavía tengo el maltratado ejemplar, como la mayoría de mis libros tiene anotaciones, mi apellido en la primera hoja (esa sensación de que algo te pertenece), la ha caído líquido (supongo café), el sol se ha comido los colores de la portada, se han desprendido bloques enteros de hojas, al tomar el ejemplar éste se empeña en ofrecer el nombre de Berthe Trépat en el capítulo 23, o bien invita a comenzar la lectura a partir de los capítulos prescindibles… y a pesar de lo que indican mis subrayados y notas, sé que no lo he leído.

Sí, hubo una fiebre por acomodarse en el sillón verde de la sala y comenzar a leer, sé que tuve el lápiz en la mano, sé que se me cortó el aliento ante el Tablero de dirección (¿lo ve mamá?, el libro es muchos libros, vale los 600 pesos) y sé que leí y leí y leí… No entendí nada, todo era pura emoción, similar a la de subirse a la montaña rusa la primera vez que, al menos en mi caso, fue un miedo razonado que se desvaneció súbito ante el deseo de recordar las sensaciones, el vértigo.

Leer una y otra vez y en el vértigo alcanzar a apuntar los nombres, subrayar las referencias, todo lo que tenía que ver, leer, probar, escuchar. No leí Rayuela porque a partir de ese momento se transformó en guía de lo que tenía que conocer. No leí Rayuela porque nunca quise ser Oliveira y prometí jamás enamorarme de ninguna Maga, en un código que he roto estaba inscrito que jamás me comportaría como Ossip Gregorovius para que nadie me tuviera esa lástima que le dispensan… yo lo que quería era ser Morelli, entender, escribir.

Entonces a buscar quiénes eran todos esos nombres, qué era el cuarteto de Durrell sobre el que Pola se echaba arropada en un poncho mexicano, qué pintaba el tal Clorindo Testa o escribía Bioy Casares que tanto le gustaban a Talita, qué significaba una postal de Klee y quedar prendado para siempre de pinturas que ni siquiera se mencionan en Rayuela, por supuesto, al llegar a los capítulos prescindibles engrosar la lista de lo que estaba obligado a conocer, leer, por qué citaba Morelli a Gombrowicz, Octavio Paz, Hofmannsthal, Kafka, Bataille, Rimbaud, Ferlingheti, Lowry o T.S. Eliot. Con esos nombres apuntados en una lista volví a la librería de El Día. La otra lista, la de la música, me llevó un poco más lejos de casa, en la calle de Río Tiber estaba AB discos y ahí iba a que se rieran de mí, no sé si se burlaban, pero quienes me atendían sonreían con asombro al verme leer mi lista y preguntar: ¿tiene discos de Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Louis Armstrong, Thelonius Monk, Art Tatum, Billie Holliday…?

Podría engañar al interlocutor que se deje culpando a Rayuela de que la canción más triste del mundo, al menos con la que lloré una de esas decepciones amorosas que parecen definitivas fue Into each life some rain must fall y mientras lloraba escuchando a la Fitzgerald con el Oscar Peterson Trio, pero esa pieza no aparece en el libro de Cortázar, por más que la busqué, muchos años después de la edición de Bruguera, ya en la edición de Planeta-Agostini, el número 3 de la colección Historia de la Literatura Latinoamericana que vendían semanalmente en los puestos de periódicos, un libro y un fascículo coleccionable. Edición de la que tengo dos ejemplares porque además del que adquirí, una mujer me lo regaló y puso la siguiente dedicatoria: “Lo encontré en la bodega de un viejo librero, me dijo que ni la humedad podía con tipos como este Cortázar. Para tu colección”

No he leído Rayuela porque cambié todo lo que en ese entonces me hacía feliz y era simple en sus tamaños colibrí-águila-avestruz por el suplicio satisfactorio de tratar de entender, salté de Bruguera a la edición de Ediciones Alfaguara S.A., que me parecía elegante, muchísimo que la actual de Alfaguara Literaturas, aunque mi preferida era la de Alianza Editorial, el diseño de la cubierta de Daniel Gil era para mí el libro, claro, no conocía la edición de Andrés Amorós (¡un mapa!) que entonces fue la que traje de un lado a otro y me parecía la definitiva, la que intenté no rayar (tanto) o mejor dicho, la que me decidió a cambiar los subrayados por unas flechas pequeñas en la línea que deseaba recordar (no temas lector, no citaré el capítulo 7, ni el 41, ni…).

No he leído Rayuela porque comencé a coleccionarlas, en uno de esos rituales incomprensibles que hoy sé muchos seguidores del culto Cortázar practican, la corona de la colección, por supuesto, la Sudamericana que hoy venden por internet e inicia una subasta en 700 euros, pero no me gusta recordar que alguna vez tuve ese ejemplar, porque me invade la ira y no me gusta desearle mal a nadie, porque hay errores que no se debe uno permitir y, en fin… Mejor acariciar la edición crítica a cargo de Julio Ortega y Saúl Yurkievich, repasar con los dedos los post it con que me iba guiando en otra lectura posible.

Nunca he leído Rayuela, por más que cada una de las ediciones que tengo, las marcas que dejo en los libros, quieran desmentirme porque soy incapaz de entender que ya es una obra superada, que la acusen de jueguito o experimento mediocre, porque me emperra que ante la ausencia de ideas propias y en un afán de estar a la moda se aprecie Los detectives salvajes comparando lo que escribió Bolaño con lo que creó Cortázar, y me hace enojar tanto la estupidez borreguil porque adivino la lectura apresurada del comentario que hace Enrique Vila-Matas en la edición de Anagrama: “una novela que bien podría ser —ahí donde la ven— una fisura, una rotura muy importante para lo que hasta ahora ha ido haciendo una generación de novelistas: un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y de la que Los detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra revés”, pero al robar la idea y no pensar se tergiversa el comentario y entonces una es mejor que la otra, como si fuera concurso de quién puede decir más rápido desemperejilaré. Nunca he leído Rayuela porque no veo en esas páginas un libro y entonces me aburro al tener que formular una defensa (que no necesita) ante quienes sólo pueden hacer crítica a partir del borrón y cuenta nueva o la necedad de la novedad y la experimentación que es agua tibia.

No he leído Rayuela porque me asumí lector hembra y fui de la página uno hasta el final; porque intenté ser lector macho y puse palomita en cada uno de los capítulos del Tablero de dirección hasta quedar atrapado en el loop final; quise ser nomás yo ante el libro y no pude evitar el deseo de viajar, el suspiro: ah París, ah Buenos Aires; porque a veces me da por pensar que es posible tender un tablón entre la ventana del otro y la propia, con una invitación a que lo cruce antes de que llegue Gekrepten a cambiar el ciclo del mate por el sector café con leche; porque irremediable sé que aunque nunca haya querido ser Oliveira, lo mío será también reventar de una oclusión intestinal, la gripe asiática o un Peugeot 403; porque ante la maravilla de las Gymnopedies he pensado en qué sucedería si fuera Madame Trépat la que pusiera las manos sobre el piano; o en los años de pobreza, cuando la bolsa de plástico se abrió paso por el hoyo inmenso del tenis y llovía y la vergüenza y la tristeza de no tener un clavo se consolaba ante la perspectiva que sí podría ser peor, podría estar con Emanuèle rumbo al kibbutz del deseo; o bien he sido tentado por la idea de entregar una hoja para ver si esa ella le quita la pulpa y deja sólo las nervaduras, para así proponerle que hagamos el amor, sí, como dos músicos que se juntan para tocar sonatas…

No he leído Rayuela porque no la sé de memoria, porque en la conversación con los amigos, con los otros fanáticos, me he escuchado pedir que me cuenten, como quien tiende la mano e invita a bailar porque es fácil, con tal de recordar a través de ellos al Club o que Traveler nunca se ha movido de la Argentina o quién peinaba al gato calculista; sí, porque mis dos primeros gatos se llamaban Horacio y Manú, qué se le va a hacer, abundo en incongruencias.

No tengo justificación, ni siquiera creo que sirva decir que tras la edición de Bruguera Libro amigo y no entender nada, las visitas siguientes a esa librería que estaba a unos cuantos pasos de casa fueron para comprar sus libros, todos sus cuentos, todo lo que encontrara, y sí Bestiario, Los premios, Silvalandia, Territorios, Prosa del observatorio, Octaedro, que pocas emociones como encontrar la primera edición de Ceremonias, casi comparable como entrar a esa librería (también sobre Insurgentes pero al sur) donde encontré una pila de ejemplares de Fantomas contra los vampiros multinacionales o el orgullo con que veo los hasta hace poco “cuentos completos” en cuatro tomos de Alianza Editorial; podría aducir en mi defensa que pienso en las obras completas de Galaxia Gutenberg y algún día, algún día.

Justificarme, la mirada baja, citando algo encontrado en los tres tomos de obra crítica en Alfaguara o recitando (qué más da) alguna de las traducciones de Cortázar en su Imagen de John Keats, o ya en plan de echar toda la carne al asador mencionar el Diario de Andrés Fava

No, no he leído Rayuela, quizá es tiempo de regresar a ese entonces cuando la felicidad venía en tamaño águila y el mundo todo cabía entre cuatro calles.

Quizá es tiempo ya de sacarme de encima todos estos hilos que traigo en el bolsillo, arrollar un piolín negro al picaporte, parapetarme tras las palanganas acuosas y darle una oportunidad a ese libro, quizá.


En Espiral, le agradece la visita.

Albert Camus: "Calígula"


" Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esta nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, me ha ayudado sin duda a comprender mejor mi oficio, me sigue ayudando a mantenerme, ciegamente, junto a todos estos hombres silenciosos que no soportan la vida que se les hace en el mundo más que por el recuerdo o el refugio en el remanso de breves y libres felicidades. " Albert Camus (La misión del escritor, fragmento del discurso pronunciado al recibir el Nobel de Literatura en 1958).


Nota biográfica de Albert Camus: Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l'absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana. Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia), el 7 de noviembre de 1913, y estudió en la universidad de Argel. Sus estudios se interrumpieron pronto debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras a las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939, publicó Bodas, un conjunto de artículos que incluían reflexiones inspiradas por sus lecturas y viajes. En 1940, se trasladó a París y formó parte de la redacción del periódico Paris-Soir. Durante la II Guerra Mundial fue miembro activo de la Resistencia francesa y de 1945 a 1947, director de Combat, una publicación clandestina. Argelia sirve de fondo a la primera novela que publicó Camus, El extranjero (1942), y a la mayoría de sus narraciones siguientes. Esta obra y el ensayo en el que se basa, El mito de Sísifo (1942), revelan la influencia del existencialismo en su pensamiento. De las obras de teatro que desarrollan temas existencialistas, Calígula (1945) es una de las más conocidas. Aunque en su novela La Peste (1947) Camus todavía se interesa por el absurdo fundamental de la existencia, reconoce el valor de los seres humanos ante los desastres. Sus obras posteriores incluyen la novela La caída (1956), inspirada en un ensayo precedente; El hombre rebelde (1951); la obra de teatro Estado de sitio (1948); y un conjunto de relatos, El exilio y el reino (1957). Colecciones de sus trabajos periodísticos aparecieron con el título de Actuelles (3 vols., 1950, 1953 y 1958) y El verano (1954). Una muerte feliz (1971), aunque publicada póstumamente, de hecho es su primera novela. En 1994, se publicó la novela incompleta en la que trabajaba cuando murió, El primer hombre. Sus Cuadernos, que cubren los años 1935 a 1951, también se publicaron póstumamente en dos volúmenes (1962 y 1964). Camus, que obtuvo en 1957 el Premio Nobel de Literatura, murió en un accidente de coche en Villeblerin (Francia) el 4 de enero de 1960.




Calígula, drama en cuatro actos (1938-1942). La historia gira en torno a Calígula, emperador romano, el cual enloquece a partir de la muerte de su hermana y amante Drusila. Tras la muerte de su amada, desaparece. Al regresar, transtornado, explicita su deseo de conseguir lo imposible, poseer la Luna e incluso cambiar el orden de la naturaleza. Al reclamarle su falta de interés en la riqueza del Imperio, decide cumplir como emperador. Si lo más importante es la riqueza, qué puede importar la vida humana, hacer una cosa u otra. Ordena que todos los ciudadanos hagan su testamento en avor del Estado, así cuando se necesite dinero lo único que habrá que hacer será ejecutar, arbitrariamente, a los ciudadanos. Hará uso de un poder ilimitado, pero para ello sabe que tiene que ser un hombre libre, como los dioses.
Como hombre libre, ejecuta actos libres. Sin moral que lo detenga mata sin piedad (incluso a padres o hijos de sus seres allegados), le ordena al pueblo pasar hambre, entre otras crueldades. Si quiere ser como los dioses tendrá que ser cruel como ellos. Quereas inicia la conspiración. Los patricios lo apoyan a terminar con el mandato del terror. Mientras esperan el momento adecuado, Calígula sigue enloqueciendo cada días más; el amor lo ha perturbado para siempre. Después de años de conspiración, Calígula es asesinado sin piedad.





El Calígula histórico: (Cayo César Augusto Germánico; Antium, hoy Porto d'Anzio, actual Italia, 12 d.C.-Roma, 41 d.C.) Emperador romano. La figura de Calígula aparece bastante deformada por el retrato que hacen de él autores senatoriales como Suetonio y Tácito. Su ascensión al poder tras la muerte de Tiberio, en el año 37, fue muy bien acogida por el pueblo. Parece ser que los primeros meses de su reinado fueron óptimos, según el punto de vista de los historiadores senatoriales: respetó al Senado, devolvió a la Asamblea popular el derecho a elegir a los magistrados, decretó amplias amnistías para los que habían sido condenados en tiempos de Tiberio y organizó grandes espectáculos circenses.
     Sin embargo, las cosas cambiaron de manera dramática tras una grave enfermedad, cuando empezó a dar muestras de un carácter autoritario y de unos modos que lo acercaban más a las formas de gobierno de las monarquías orientales que a las apariencias republicanas del Imperio.
     Eliminó rápidamente y sin proceso a su primo Tiberio Gemelo y al jefe de los pretorianos Macrón e impuso un protocolo monárquico en la corte en el que se impulsaba una divinización en vida del emperador. Intentó gobernar apoyándose en el pueblo y en directa oposición al Senado, reivindicando un pasado familiar que, a través de su abuela Antonia, lo vinculaba a Marco Antonio.
     Las arcas del Imperio Romano se vaciaron rápidamente ante la necesidad de pagar a las tropas y las fiestas en la corte, circunstancia que le obligó a subir los impuestos y reanudar la política de eliminación física de senadores para apoderarse de sus posesiones. Su política exterior fue un reflejo de las pulsiones orientalizantes que marcaron su vida: aumentó el número de reinos vasallos en Oriente, al tiempo que reducía la autonomía de los territorios occidentales.
     En el año 39 llevó a cabo una expedición a Germania y la Galia septentrional. Tras una conspiración fallida ese mismo año, encabezada por Cneo Cornelio Léntulo y Marco Emilio Lépido, este último casado con Drusila, hermana del emperador, una nueva conspiración organizada por su propia guardia, tuvo éxito el 24 de enero del año 41 y acabó con el emperador.

El existencialismo absurdo de Camus. Para comprender de una forma objetiva la propuesta ética del existincialismo del absurdo, es propicio permitir que el siguiente texto de Camus -"El mito de Sísifo"-, oriente la mirada.
 

 
 
El mito de Sísifo
(1942) 
Albert Camus

Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.

Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.

Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.

Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia.

¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.

Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.

Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.

En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.



martes, 1 de diciembre de 2009

Julio Cortázar: "Prosa del observatorio"

En Espiral se complace, se goza, se emociona al compartir con ustedes, lectores imaginarios, las fotos que atrapó el Gran Cronopio en su viaje a Jaipur, Delhi. Son fotografías que acompañan a una breve prosa, una trenza que teje dos dimensiones extrañadas: las estrellas permanentes y las viajeras anguilas.
En este mar de los sargazos, estas imágenes recuperan su vigencia; son puertas para el extrañamiento, para abrirse a la comprensión y ver más allá de lo que se mira.












































Prosa cortazariana, territorio-otro, acceso a otras instancias de la realidad, lenguaje irónico, embaucador, encantador.
Habla Enormísimo Cronopio, te escucho...
Rita Márquez